La tradición de los indios de América del Norte o, más precisamente, de los de las llanuras y de los bosques cuyo dominio se extiende desde las Montañas Rocosas —e incluso más lejos— hasta el Océano Atlántico, posee un símbolo y un «medio de gracia» de primera importancia: el Calumet, el cual representa una síntesis doctrinal a la vez concisa y compleja, y también un instrumento ritual en el que se apoya toda la vida espiritual y social; describir el simbolismo de la Pipa sagrada y de su rito equivale, pues, en cierto sentido, a exponer toda la sabiduría de los indios. Verdad es que la tradición india comprende forzosamente variaciones bastante considerables debidas a la dispersión secular de las tribus (1), y que se refieren, por ejemplo, al mito del origen del Calumet o al simbolismo de los colores; por esto, no retendremos aquí más que los aspectos fundamentales de la sabiduría india, los cuales permanecen siempre idénticos bajo la variedad de sus expresiones. No obstante, utilizaremos preferentemente los símbolos empleados por los sioux, nación a la que pertenecía Hebaka Sapa (Alce Negro) (2), el venerable autor de este libro.
Los indios de América del Norte son una de las razas que han sido más estudiadas por los etnólogos y, sin embargo, no podríamos afirmar que se conozcan perfectamente; la etnografía, como cualquier otra ciencia ordinaria, no engloba todo conocimiento posible, y no podría ser, por consiguiente, la clave de todo conocimiento. Si queremos penetrar el sentido de la sabiduría de los indios, no podemos hacerlo más que con la ayuda de otras doctrinas tradicionales o sagradas o, más precisamente —lo que es lo mismo—, a la luz de la philosophia perennis que permanece una e inmutable en todas las formas que puede tomar a través de las épocas.
El indio de antaño no se deja clasificar fácilmente en una de las categorías conocidas de civilización o de no-civilización, y parece constituir, desde esté punto de vista, un tipo aparte en el conjunto de los tipos humanos; incluso cuando se cree no poder reconocerle el carácter de «civilizado», se está obligado a reconocer en él un hombre extrañamente entera: su dignidad y su entereza, su nobleza hecha de rectitud, de coraje y de generosidad, además de la potente y sobria originalidad de su arte que le asemeja al águila y al sol, hacen de él una especie de ser mitológico que fascina y obliga al respeto; quizá los antiguos germanos o los mongoles anteriores al Budismo nos hubieran dado una impresión análoga.
En cuanto a la «civilización», las experiencias de este siglo XX nos obligan a reconocer que es bien poca cosa, al menos en cuanto se distingue y se aparta del patrimonio religioso; en efecto, si se entiende la palabra «civilizado» en el sentido muy superficial que tiene corrientemente, y que significa que un hombre se encuentra sometido a condiciones de vida artificiales, diferenciadas y «abstractas», el piel roja no pierde nada por no responder a esta definición; al contrario, la sencillez de su tipo de vida ancestral crea el ambiente que permite a su genio afirmarse; queremos decir con esto que el objeto de este genio, como, por lo demás, sucede con la mayor parte de los nómadas o seminómadas y, en todo caso, con los cazadores guerreros, es mucho menos la creación exterior, artística si se quiere, que la propia alma, el hombre entero, materia plástica del «artista primordial». Esta ausencia de «bellas artes» propiamente dichas —no hablamos aquí de la pictografía— no es, pues, simplemente un «menos», ya que está condicionada y compensada por una actitud espiritual y moral que, precisamente, no permite al hombre exteriorizarse hasta el punto de convertirse en servidor deja materia inerte, como lo exige forzosamente todo arte «estático». Un trabajo «servil» o «de squaw», es decir, que reduzca al hombre a un papel aparentemente periférico, es incompatible con una civilización fundada en la Naturaleza y el Hombre en sus funciones primordiales; el arte está hecho para el hombre y no el hombre para el arte, se dirá según esta perspectiva, y, en efecto, el arte indio es ante todo un «encuadramiento» de esta creación divina, central y libre que es el ser humano.
El objeto de la manifestación genial es, pues, siempre el hombreen cuanto símbolo y mediador: lo que se exterioriza nunca se separa del microcosmos vivo para convertirse en un ser nuevo, inerte, en una especie de «ídolo» que acabaría por absorber o aplastar al creador humano; en una palabra, el indio concibe el arte como una función viva del hombre como ser central y soberano, y es la propia esencia espiritual de este arte, y no ningún tipo de incapacidad, lo que excluye la proyección del hombre en la materia y como una especie de olvido de sí ante un ideal materializado. El arte indio es de una sencillez totalmente primordial, su lenguaje es concentrado, directo, atrevido; como el mismo indio —tipo, no sólo noble, sino también poderosamente original—, su arte es a la vet «cualitativo» y espontáneo; posee un simbolismo preciso al mismo tiempo que un frescor sorprendente. «Encuadra», hemos dicho, a la persona humana, y esto es lo que explica la alta calidad que alcanza aquí el arte de la indumentaria: tocados majestuosos —sobre todo el gran adorno en plumas de águila—, vestimentas rutilantes de franjas y bordados con símbolos solares, mocasines con dibujos tornasolados que parecen querer quitar a los pies toda pesadez y toda uniformidad, vestidos femeninos de una exquisita simplicidad; este arte indio, tanto en sus aspectos concisos como en sus expresiones más ricas, no es, acaso, uno de los más sutiles, pero sí, ciertamente, uno de los más geniales que existen.
Algunos autores se creen en la obligación de poner en duda el que la tradición india posea la idea de Dios, y esto porque creen descubrir en ella un «panteísmo» o «inmanentismo» puro y simple; pero este error no es debido sino al hecho de que la mayor parte de los términos indios que designan a la Divinidad se aplican a todos los aspectos posibles de ésta, y no a su solo aspecto personal; Wakan Tanka —el «Gran Espíritu»— es Dios, no sólo en cuanto Creador y Señor, sino también en cuanto Esencia impersonal.
Este nombre de «Gran Espíritu», como traducción de la palabra sioux Wakan-Tanka y de los términos similares en otras lenguas indias, a veces da lugar a objeciones; sin embargo, si Wakan-Tanka —y los términos correspondientes— puede también traducirse por «Gran Misterio» o «Gran Poder Misterioso» (o incluso «Gran Medicina»), y «Gran Espíritu» no es, sin duda, absolutamente adecuado, esta última traducción es, no obstante, del todo suficiente; es cierto que la palabra espíritu posee cierta indeterminación, pero presenta la ventaja de no implicar ninguna restricción, y esto es exactamente lo que conviene al término «polisintético» de wakan. ha expresión «Gran Misterio» propuesta por algunos como traducción de Wakan-Tanka —o de los términos análogos en otras lenguas indias, tales como Wakonda o Manito—, no aclara mejor que «Gran Espíritu» la idea que se trata de reflejar, pues la palabra «misterio» no expresa en suma más que una cualidad extrínseca; por lo demás, lo que importa es la cuestión de saber, no si el término indio expresa exactamente lo que nosotros entendemos por «espíritu», sino si la idea expresada por el término indio puede traducirse por «espíritu» o no.
Hemos dicho anteriormente que el «Gran Espíritu» es Dios, no sólo en cuanto Creador y Señor, sino en cuanto Esencia impersonal; añadiremos que, inversamente, es Dios, no sólo como puro Principio, sino también como Manifestación: Él es, pues, Dios como tal y en Sí mismo, y luego Dios como Manifestación cósmica, si está permitido expresarse así, y, por último, Dios como reflejo de Sí mismo en esta Manifestación, es decir, como sello divino en lo creado.
Lo que acabamos de decir se desprende de modo necesario del uso mismo que hacen los indios de la mayor parte de los términos que designan al «Gran Espíritu»; pero, aparte de esto, los sioux establecen explícitamente una distinción entre los aspectos esenciales de Wakan-Tanka: Tunkashila («Abuelo») es Wakan-Tanka en cuanto éste se halla más allá de toda manifestación, e incluso más allá de toda cualidad o determinación, sea cual sea; Ate («Padre»), por el contrario, es «Dios en acto»: el Creador, el Sustentador y el Destructor. De modo análogo, distingue, en lo que concierne a la «Tierra», a Unchi («Abuela») e Iná («Madre»): Unchi es la sustancia de todas las cosas, mientras que Iná es su acto creador —considerado aquí como un «alumbramiento»—, acto que produce, conjuntamente con la «inspiración» por Ate, a todos los seres.
A través de las especies animales y de los fenómenos fundamentales de la Naturaleza, el indio contempla las esencias angélicas y las Cualidades divinas: en este orden de ideas, citaremos las consideraciones siguientes de una carta de Joseph Epes Brown: «Es difícil, para aquellos que consideran la religión de los hombres rojos desde el exterior, comprender la importancia que tienen para ellos los animales y, de modo general, todas las cosas que contiene el Universo. Para estos hombres, todo objeto creado es importante, por la sencilla razón de que conocen la correspondencia metafísica entre este mundo y el «Mundo real». Ningún objeto es para ellos lo que parece ser solamente según las apariencias; no ven en la cosa aparente más que un débil reflejo de una realidad principial*. Por esto, toda cosa es wakan, sagrada, y posee un poder, según el grado de la realidad espiritual que refleja; así, muchos objetos poseen un poder para el mal, tanto como para el bien, y todo objeto es tratado con respeto, pues el «poder» particular que contiene puede ser transferido al hombre; los indios saben bien que no hay nada, en el Universo, que no tenga su correspondencia analógica en el alma humana. El indio se humilla ante toda la Creación, sobre todo cuando «implora» (es decir, cuando invoca ritualmente al Gran Espíritu en soledad), porque todas las cosas visibles han sido creadas antes que él (anterioridad que, desde el punto de vista de determinado simbolismo de las criaturas, tiene también un sentido puramente principial) y que, por ser sus antepasados, merecen respeto; pero el hombre, aunque haya sido creado en último lugar, es, no obstante, el primero de los seres, pues sólo él puede conocer al Gran Espíritu (Wakan-Tanka) 3.
Estas consideraciones permitirán comprender mejor cómo toda cosa «característica», es decir, que manifiesta una «esencia», es wakan, «sagrada». Creer que Dios es el sol, es ciertamente un error totalmente «pagano» —y ajeno al pensamiento indio—, pero es igualmente absurdo creer que el sol no es nada más que una masa incandescente, es decir, que no «es» Dios de ningún modo. Podríamos, también, expresarnos de la manera siguiente: es wakan lo que es íntegramente conforme a su propio «genio»; el Principio es Wakan-Tanka, es decir, lo que es absolutamente «Sí mismo»; y por otra parte, el sabio es aquel que es perfectamente conforme a su «genio» o a su «esencia»; ésta no es otra que el «Gran Espíritu» o el «Gran Misterio». Es wakan, «sagrado», lo que permite «conformarse» directamente a la Realidad divina; el hombre es wakan cuando su alma manifiesta lo Divino con la evidencia espontánea y fulgurante de las maravillas de la Naturaleza: los elementos, el sol, el relámpago, el águila, el bisonte, el oso, las montañas, los torrentes, las estrellas, y así sucesivamente.
Por esto la cobardía —especie de abandono de la «personalidad»— es el pecado por excelencia; y esto explica también el «individualismo» aparente o real de los indios, actitud que, partiendo de la «personalidad cualitativa», ha terminado por convertirse en un individualismo arriesgado.
En cuanto al conocimiento del «Gran Espíritu», que solo el hombre, entre todas las criaturas terrestres, puede alcanzar, Hehaka Sapa lo definió un día en estos términos: «Soy ciego y no veo las cosas de este mundo; pero cuando la luz viene dé Arriba ilumina mi corazón y puedo ver, pues el Ojo de mi corazón (Chante Ishta) lo ve todo. El corazón es el santuario en cuyo centro se halla un pequeño espacio en el que habita el Gran Espíritu, y este es el Ojo (Ishta). Este es el Ojo del Gran Espíritu mediante el qual Él ve todas las cosas,_y mediante el cual le vemos. Cuando el corazón no es puro, el Gran Espíritu no puede ser visto, y si hubierais de morir en esta ignorancia, vuestra alma no podrá regresar inmediatamente a su lado sino que_deberá purificarse mediante peregrinaciones a través del mundo. Para conocer el Centro del corazón en el que reside el Gran Espíritu, debéis ser puros y buenos, y vivir según la manera que el Gran Espíritu nos ha enseñado. El hombre que_de este modo es puro, contiene al Universo en la bolsa de su corazón (Chante Ognaka).»
No podríamos hacer nada mejor, antes de comentar sumariamente el simbolismo del Calumet, que citar la explicación que de él ha dado Hehaka Sapa en su primer libro (Black Elk Speaks): «Lleno la Pipa sagrada con la corteza del sauce rojo; pero antes de que la fumemos, debéis ver cómo está hecha y qué significa. Estas cuatro cintas que cuelgan del cañón son las cuatro Regiones del Universo: la negra representa el Oeste, en el que viven las criaturas del Trueno para enviarnos la lluvia; la blanca representa el Norte, de donde viene el gran Vienfo Blanco que purifica; la roja representa el Este, de donde brota la luz y donde mora el Lucero del alba a fin de dar la ciencia a los hombres; la amarilla representa el Sur, de donde viene el verano y el poder de crecer. Pero estos cuatro espíritus no son en suma más que Un Espíritu, y esta pluma de águila simboliza el Uno, que es como un padre; pero representa, también, los pensamientos de los hombres, que deben elevarse hacia las alturas como hacen las águilas. ¿No es el Cielo un padre, y la Tierra una madre, y todos los seres vivientes sus hijos, ya tengan pies, alas o raíces? Y este cuero de la boquilla, que ha de ser de piel de bisonte, indica la Tierra, de la cual venimos y de cuyo seno nos nutrimos toda la vida, semejantes a recién nacidos, con todos los animales, pájaros, árboles y hierbas. Y porque significa todo esto, y más de lo que ningún hombre puede comprender, la Pipa es sagrada.»
Cuando el indio lleva a cabo el rito del Calumet, saluda al cielo, a la tierra, y a los cuatro puntos cardinales, ya sea «ofreciéndoles» la Pipa, cuyo cañón presenta, como lo quiere, por ejemplo, el ritual de los sioux, ya dirigiendo el humo hacia las direcciones indicadas y a veces también el «fuego central» 4 —el agni védico— que arde ante el oficiante; el orden de estos gestos puede variar, pero su plan estático es siempre el mismo, ya que constituye el esquema doctrinal, dogmático si se quiere, que será actualizado por el rito.
Conforme a algunos usos rituales, comenzaremos nuestra enumeración con el Oeste: este «Viento del Oeste» trae el trueno y lo lluvia, es decir, la Revelación y también la Gracia; el «Viento del Norte» purifica y da la fuerza; del «Este» viene la Luz, y, por tanto, el Conocimiento, los cuales, según la perspectiva india, están en relación con la Paz; el «Sur» es la fuente de la Vida y del Crecimiento; allí es donde empieza el «buen Camino rojo», la Vía de la dicha y la felicidad. Así es como el Universo depende de cuatro determinaciones primordiales, a saber: el «Agua», el «Frío», la «Luz», el «Calor»; la primera, el «Agua», no es otra cosa que el aspecto positivo de la oscuridad, que normalmente debería oponerse a la luz como el frío se opone al calor; el aspecto positivo de la oscuridad es, en efecto, su cualidad de «sombra» que protege contra la fuerza desecante del sol y que produce o favorece la humedad; es necesario que el cielo se oscurezca antes de poder dar la lluvia, y que Dios manifieste la Cólera —el trueno— antes de conceder laGracia, cuyo símbolo natural es la lluvia. En cuanto al «frío» —«el Viento santificante y purificador que da la fuerza»—, su aspecto positivo es la pureza, de modo que podría oponerse la «Pureza» del Norte al «Calor» del Sur como se opone la «Lluvia» del Oeste a la «Luz» del Este; la relación entre el «Frío» y la «Pureza» es evidente: las cosas inanimadas y, por tanto, «frías», es decir, los minerales, no están sujetas a la corrupción como los seres animados y, por tanto, «calientes». La «Luz» del Este, ya lo hemos dicho, es el «Conocimiento»; el «Calor» es la «Vida» y, por consiguiente, el «Amor» y también la «Bondad», la «Belleza», la «Felicidad».
Antes de ir más lejos, debemos responder a una objeción que podría surgir del hecho de que los «Cuatro Vientos», en la doctrina de los sioux, parecen corresponder a una función bastante secundaria de la Divinidad, que se divide en cuatro aspectos subdivididos cuatro veces; ahora bien, aparte de que no es el simbolismo mitológico de los sioux lo que nos proponemos estudiar aquí en primer lugar, sino la metafísica de la Cuaternidad que se transparenta en todas las variantes de la tradición india, la doctrina sioux reconoce a los cuatro Principios, mediante una notable derogación de la jerarquía mitológica ordinaria, una preeminencia sobre las demás Divinidades, y esto indica claramente que, en el rito del Calumet, o más bien en la perspectiva con él vinculada, los puntos cardinales representan las cuatro Manifestaciones divinas esenciales y, por consiguiente, también sus Prototipos en el Ser. Es necesario, por lo demás, no olvidar nunca que, para otros indios, el simbolismo toma formas muy diferentes de las que poseen los sioux: así, para no citar más que este ejemplo, en los arapaho, los cuatro principios están simbolizados por cuatro «Ancianos» que, emanados del «Sol», velan por los habitantes del mundo terrestre, y a quienes atribuye simbólicamente el día (Sureste), el verano (Suroeste), la noche (Noroeste) y el invierno (Nordeste); por último, conviene hacer notar que la Cuaternidad es a menudo considerada como si constituyera en el fondo una «Duodecimidad», y cada uno de sus elementos es concebido según tres aspectos, haciendo abstracción del eje vertical Cielo-Tierra que añade a la Cuaternidad dos elementos nuevos aunque de otro orden.
Dicho esto, volvamos a la consideración de los cuatro Principios en sí mismos: se podría también, siempre partiendo del «Oeste» hacia el «Norte», designar a los cuatro «Lugares Cósmicos» respectivamente con los términos siguientes: «Humedad», «Frío», «Sequedad» «Calor»; el aspecto negativo correlativo de la humedad es la oscuridad, y el aspecto positivo correlativo de la sequedad es la luz. El «Ave del Trueno» (Wakinyan-Tanka), que habita en el Oeste y que protege a la tierra y ala vegetación contra la sequedad y la muerte, es descrito como lanzando relámpagos por los ojos y produciendo el trueno con las alas5 la analogía con la Revelación del Sinaí, acompañada de «truenos», de «relámpagos» y de una «nube espesa», es tanto más impresionante cuanto que el acontecimiento bíblico tuvo lugar en un peñasco, y que la mitología india establece precisamente un vínculo entre el «Ave del Trueno» y el «Peñasco». tal como veremos a continuación. En cuanto a la asimilación simbólica de la Revelación al Oeste, puede parecer insólita y paradójica, pero no hay que perder nunca de vista que los puntos cardinales tienen aquí forzosamente un significado positivo: el Oeste no será, pues, lo contrario del Este, a saber, la «Oscuridad» y la «Ignorancia», sino su complemento positivo, por tanto la «Lluvia» y la «Gracia». Uno podría sorprenderse, por otra parte, del hecho de que la tradición india establezca un vínculo simbólico entre el «Viento del Oeste», portador del trueno y de la lluvia, y el «Peñasco», personificación «angélica» o «semidivina» de un aspecto cósmico de Wa-kan-Tanka: esta aproximación es, no obstante, plausible, pues el peñasco reúne en sí los mismos aspectos complementarios que la tormenta: el aspecto terrible por su dureza destructiva es, para los indios, símbolo de destrucción, de donde las armas de piedra, con las cuales deben naturalmente relacionarse las «piedras del rayo» y el aspecto de Gracia por el hecho de que da nacimiento a fuentes que, como la lluvia, riegan el país6.
Los cuatro «Vientos» son como las «Potencias productoras» (en el sentido del término sánscrito Shakti) de las «Regiones del Mundo», y se conciben como dando la vuelta al horizonte y determinando la vida terrestre mediante sus influencias combinadas. El viento es como el «hálito» del mundo terrestre en el que vivimos; representa así la «respiración» cósmica. El «hálito» es en cierto sentido el vehículo del «alma» o del «espíritu»; de ahí la conexión etimológica de estas palabras en muchas lenguas; pero es también el vehículo activo de la vida, pues él es quien alimenta y purifica la sangre, soporte pasivo e inferior del elemento vital. El «hálito» es, pues, al mismo tiempo, el «alma» de la «vida», y está hecho así a imagen del Verbo divino cuyo Hálito creador ha hecho al hombre.
Los puntos cardinales están asociados simbólicamente, ya lo hemos dicho, a cuatro Divinidades, designadas de diversas maneras y que personifican otros tantos aspectos complementarios del Espíritu universal; éste los une en sí mismo, como los colores se unen en la luz; y él «es» Wakan-Tanka en el sentido de que se identifica a Dios en virtud de la unicidad de Esencia, como la luz se identifica esencialmente al Sol. Según la cosmología de los sioux, estas cuatro Divinidades —o «semi-Divinidades»— se subdividen a su vez cada una en cuatro entidades jerarquizadas, que llevan los nombres más diversos, tales como «Sol», «Luna», «Bisonte», «Alma», y que indican otras tantas ramificaciones o reflejos del Espíritu en el cosmos; estas ramificaciones no son otra cosa que los ángeles secundarios cuyas innumerables modalidades penetran hasta los confines de lo creado.
Los sioux establecen una relación analógica entre los «Cuatro Vientos» y los cuatro períodos cíclicos, simbolizados por las cuatro plumas de águila que adornan el «círculo sagrado» utilizado en la «Danza del Sol» y en otras ocasiones; el primer período es el de la «Piedra»; el segundo, el del «Arco»; el tercero, el del «Fuego», y el cuarto, el de la «Pipa», representando cada uno de estos símbolos el medio espiritual del período respectivo. Así mismo, hay cuatro edades a través de las cuales toda cosa creada debe pasar: la primera es el Sur, que es amarillo y es la fuente de toda vida, y esta es la primera edad en un ciclo histórico; la segunda es él Oeste, que es negro; la tercera es el Norte, que es blanco; y la cuarta, el Este, que es rojo: la humanidad terrestre se halla actualmente en la cuarta edad, que se terminará con un gran desastre. Esta repartición, que atribuye la «Edad de oro» al Sur y la «Edad de hierro» al Este, mientras que las demás doctrinas tradicionales atribuyen la primera al Norte y la segunda al Oeste, puede sorprender a primera vista, pero hay que tener en cuenta aquí dos cosas: primeramente, en lo que concierne a la «Edad de oro» —el Krita-Yuga hindú—, si bien es exacto atribuirlo al Norte en razón de la situación polar del Paraíso terrestre, no es menos cierto que, de hecho, el polo actual está cubierto de hielo y que, desde el punto de vista «cualitativo», es el Sur el que corresponde efectivamente al Paraíso y, por tanto, a la «Edad de oro», de modo que el simbolismo en cuestión puede fundarse en el calor y la fertilidad del Sur así como en la situación hiperbórea del Jardín primordial; en segundo lugar, en lo que concierne a la «Edad de hierro» —el Kali-Yuga—, si bien es evidentemente justo atribuirlo, según la perspectiva geográfica del «Viejo Mundo», al Oeste, ya que es allí donde el sol se pone y donde ha tenido nacimiento el materialismo moderno que extiende sus tinieblas a la humanidad entera, no es menos cierto que, para los pieles rojas, este materialismo destructor de la Naturaleza viene del Este; es allí donde se sitúa lo que, para los orientales, es el «oscuro Occidente» y es de allí de donde han venido estos «espíritus» (washichun) de rostros pálidos que han exterminado a la raza roja; pero esto no impide en modo alguno el que el Salvador universal, el Mesías esperado por todos los pueblos para el fin de la «Edad de hierro», venga igualmente del Este, de modo que el simbolismo solar de esta dirección permanece intacto en la teoría sioux de los cuatro períodos cíclicos. En el mismo orden de ideas, la cosmología de los cheyennes insiste en la posición ártica de la sede de la Tradición primordial: sitúa el Paraíso terrestre en el extremo Norte, en una isla surgida de las aguas primordiales, en la que reinaba una primavera perpetua y en la que los hombres y los animales hablaban la misma lengua; este relato describe a continuación las tribulaciones, en particular dos diluvios, después de las cuales la raza roja —o más bien sus antepasados primordiales— se estableció definitivamente en el Sur, convertido a su vez en una región fértil. No queremos olvidarnos de mencionar aquí que el Calumet comprende, junto a su simbolismo cuaternario, otro, ternario éste, que se refiere a los tres mundo? a los cuales corresponden respectivamente el cielo, los puntos cardinales y la tierra. Estos tres mundos, par lo demás, se encuentran también indicados, entre los indios cuervos (Crow, Absaroka), en la forma de tres anillos pintados en el mástil central de la Danza del Sol, mástil que significa el árbol de o el Eje del Mundo, conforme al simbolismo hiperbóreo; son entonces interpretados como formando un ternario (en sentido ascendente «cuerpo, alma, espíritu», o «grosero, sutil, puro») (7).
Las funciones esenciales de la Existencia y sus dos fundamentos «paterno» y «materno»(8) —o «divino» y «existencial»— deben ser recordados y actualizados siempre de nuevo por el Calumet a fin de que el hombre no pierda nunca el contacto con el Todo, del cual es como una partícula; el rito del Calumet equivale a una plegaria y a una consagración, pues «como ninguna cosa buena puede ser hecha por el hombre solo, quiero primero hacer una ofrenda y enviar una voz hacia el Espíritu del Mundo para que me ayude a ser verídico» (Alce Negro). El Calumet es, pues, pontifex: es el instrumento «eucarístico» que une al hombre, perseguido como está por las mordeduras de lo «finito» al Infinito, y esto explica la veneración y el amor que los indios le manifiestan.
Esto nos lleva a considerar otro aspecto de este rito en el que aparece la analogía entre el humo del tabaco sagrado (kinni-kinnik) y el incienso: en la mayoría de las tradiciones, el incienso es en cierto modo la «respuesta humana» a la Presencia divina; el humo indica, por consiguiente, la «presencia espiritual» del hombre frente a la Presencia sobrenatural9 de Dios, como lo enuncia este encantamiento iroqués: «¡Salud! ¡Salud! ¡Salud! Tú que has creado todas las cosas, escucha nuestra voz. Obedecemos ahora a tus Mandamientos. Lo que Tú has creado vuelve hacia Ti, el humo del tabaco (sagrado) se eleva hacia Ti, por lo cual se ve que nuestra palabra es verídica» (10).
En el rito del Calumet el hombre representa el estado de «individuación; el espacio —con sus seis direcciones— representa lo Universal en el que lo individual debe, transmutándose, reabsorberse; el humo que se pierde en el espacio y que se identifica con él, indica esta transmutación de lo «endurecido», «opaco» o «formal», en «disuelto», «transparente» o «informal»; indica, al mismo tiempo, la irrealidad del «yo», y por tanto la del mundo, que, espiritualmente, se identifica con el microcosmos humano. Pero esta reabsorción del humo en el espacio —que «es Dios»— transcribe igualmente el misterio de la «identidad» en virtud de la cual, para hablar en términos sufíes, «el sabio no ha sido creado»: el hombre no es sino ilusoriamente un «peso» sustraído del espacio y aislado en él; en realidad él «es» este espacio, y «debe convertirse en lo que es», -como dicen las Escrituras hindúes11. El hombre, al absorber con el I humo sagrado el «perfume de la Gracia», y al exhalarse con él hacia 'lo ilimitado, se expande sobrenaturalmente en el «Espacio divino», si así puede decirse; pero Dios es también representado por el fuego que consume al tabaco: este último es el hombre o, desde el punto [de vista macrocósmico, el Universo; el espacio se «encarna» aquí en el fuego del Calumet, como los puntos cardinales se unen, según otro simbolismo, en el fuego central.
Según Hehaka Sapa, «todo lo que hace un indio, lo hace en un círculo, y es así porque el Poder del Universo actúa siempre mediante círculos, y todas las cosas tienden a ser redondas. En los días de antaño, cuando éramos un pueblo fuerte y feliz, recibíamos todo nuestro poder del círculo sagrado de la nación, y mientras el círculo permanecía entero, el pueblo florecía. El árbol florido era el centro vivo del círculo, y el círculo de las cuatro direcciones lo nutría. El Este daba la paz y la luz, el Sur el calor, el Oeste la lluvia, y el Norte, con su viento frío y potente, daba la fuerza y la resistencia. Este conocimiento nos vino del mundo exterior (el Mundo trascendente, el Universo), con nuestra religión. Todo lo que hace el Poder del Universo lo hace en forma de círculo. El cielo es circular, y be oído decir que la tierra es redonda como una bola, y también las estrellas son redondas. El viento, en su fuerza máxima, se arremolina. Los pájaros hacen sus nidos en forma de círculos, pues tienen la misma religión que nosotros... Nuestras tiendas (tipis) eran circulares como los nidos de los pájaros y estaban siempre dispuestas en círculo: el centro de la nación, un nido hecho de muchos nidos, en el que el Gran Espíritu quería que cobijáramos a nuestros hijos.» (Black Elk Speaks.)
Todas las formas estáticas de la existencia se hallan, pues, determinadas por un arquetipo «concéntrico», material o mental; centrado en su ego cualitativo, «totémico», casi impersonal, el indio tiende a la independencia, y por ahí a la indiferencia, respecto al mundo externo; se rodea de silencio como si éste fuera un círculo mágico, y este silencio es sagrado porque transmite las influencias celestes. El indio extrae su fuerza espiritual de este silencio, cuyo soporte natural es la soledad; su oración ordinaria es muda: lo que ésta exige no es un pensamiento, sino una «conciencia del Espíritu», y esta «conciencia» es inmediata e informal como la bóveda celeste.
Si el Gran Espíritu actúa siempre «mediante círculos», desde otro punto de vista también actúa siempre «mediante cuaternidades», como lo indican las direcciones espaciales y los ciclos temporales, y entonces el círculo se convierte en esvástica; por esto el indio, cuya vida se desarrolla en cierto modo entre el punto central y el espacio ilimitado, realiza las cosas estáticas según el principio circular o unitivo, y las cosas dinámicas —las acciones— según el principio cuaternario (12), es decir, en conformidad con las cuatro virtudes cardinalesque son para él el valor, la paciencia la generosidad y la fidelidad. Esta estructura profunda de la vida india significa que el hombre rojo no se propone «fijarse» en esta tierra en la que todo, según la ley de estabilización y también de condensación, y aun de «petrificación», amenaza con «cristalizarse»; y esto explica la aversión del indio hacia las casas, sobre todo las de piedra, y también_la ausencia de una escritura que, según esta perspectiva, <Lo que acabamos de decir permitirá comprender por qué la naturaleza —paisaje, cielo, astros, elementos, animales salvajes— es un soporte necesario de la tradición de los pieles rojas al mismo nivel que los templos para las demás religiones; todas las limitaciones impuestas a la naturaleza por obras artificiales, pesadas, inamovibles —e impuestas al hombre por su esclavitud respecto a ellas— son, pues, sacrílegas, incluso «idólatras», y llevan en sí mismas los gérmenes de la muerte 14. Resulta de este modo de ver que el destino de los pieles rojas es trágico en el sentido propio del término: es trágica una situación sin salida que resulta, no de una causa fortuita, sino del choque fatal de dos principios. El aplastamiento de la raza india es trágico porque el hombre rojo no podía sino vencer o morirI5; ha sucumbido porque representaba un espíritu incompatible con el mercantilismo de los «rostros pálidos». Podría definirse este drama inmenso como la lucha, no sólo entre una civilización mercantil y materialista y otra caballeresca y espiritualista, sino también entre la civilización urbana —en el sentido estrictamente humano y peyorativo de este término, que implica una idea de «artificio» y de «servilismo»— y el reino de la Naturaleza, consi-derada como la vestidura majestuosa, pura, ilimitada, del espíritu divino16. Ahora bien, la Naturaleza, de la que el indio se siente como la encarnación y que es al mismo tiempo su santuario, acabará por vencer este mundo artificial y sacrílego, pues ella es la Vestitura, el Hábito, la Mano misma del gran Espíritu.
Frithjof Schuon