La sabiduría prístina que se les había otorgado los hizo comprender que la Tierra constituía un ente vivo como ellos. Era su madre. Ellos eran de su misma carne y se nutrían de su seno. Su leche era el pasto en el que se apacentaban todos los animales y el maíz creado especialmente para dar alimento a la humanidad. No obstante, la planta del maíz era también un ente vivo con un cuerpo semejante al humano en muchos aspectos, y la gente integraba su carne en la propia. Por lo tanto, el maíz también era su madre. Así, conocían a su madre por dos aspectos a menudo sinónimos: Madre Tierra y Madre Maíz.
Su sabiduría también les mostraba a su padre en dos aspectos. Era el Sol, el dios solar de su universo. Aún no terminaban de solidificarse y de formarse cuando ya había aparecido por primera vez ante ellos, a la hora de la luz roja, Tálauva. Mas esto era sólo el rostro por el que miraba Taiowa, su Creador.
Los entes universales eran sus verdaderos padres. Sus padres humanos eran sólo los instrumentos por los que se manifestaba el poder de aquéllos. En tiempos modernos sus descendientes lo recordarían.
Al nacer un niño se colocaba a su lado su Madre Maíz (1), que permanecía ahí durante veinte días. Por el mismo periodo era tenido en oscuridad. Si bien su cuerpo recién nacido pertenecía a este mundo, seguía bajo la protección de sus padres universales. De nacer el niño durante la noche, temprano por la mañana se pintaban cuatro rayas con harina de maíz en cada una de las cuatro paredes y en el techo. Si nacía durante el día, las rayas se pintaban a la mañana siguiente. Estas rayas significaban que se le había preparado en la Tierra un hogar espiritual, además del temporal.
El quinto día, el niño era bañado con agua en que se había hervido madera de cedro. Luego se le frotaba el cuerpo con fina harina blanca de maíz, dejándola todo el día. Al día siguiente el niño era limpiado y se le frotaba con cenizas de cedro para eliminar el pelo y la piel infantil. Así se repetía durante tres días. Desde el quinto hasta el vigésimo día, era bañado y frotado con harina de maíz por un día y cubierto de cenizas durante cuatro días. Mientras tanto, la madre del niño bebía un poco de la infusión de cedro todos los días.
El quinto día se lavaba el cabello al niño y a la madre y se raspaba una raya de harina de maíz de cada pared y del techo. Las raspaduras eran llevadas al templo en el que se había depositado el cordón umbilical. Después, cada quinto día se quitaba otra raya de harina de maíz de las paredes y del techo, llevándola al templo.
Durante 19 días la casa permanecía a oscuras. El niño no veía ninguna luz. Temprano por la mañana del vigésimo día, todavía en la oscuridad, las tías del niño llegaban a la casa. Cada una llevaba una Madre Maíz en la mano derecha y deseaba ser la madrina del niño. Primero se le bañaba. Entonces la madre cargaba al niño sobre el brazo izquierdo, recogía la Madre Maíz que había estado junto a él y cuatro veces se la pasaba encima, desde el ombligo hasta la cabeza. La primera vez le daba un nombre; la segunda, le deseaba una larga vida; la tercera, una vida sana. Si se trataba de un niño, con la cuarta vez le deseaba una existencia productiva en su trabajo; si era niña, que fuese una buena esposa y madre.
Cada una de las tías hacía lo mismo a su vez, dando al niño un nombre de clan tomado del clan de la madre o el padre de la tía. Entonces el niño era devuelto a su madre. Ya la luz amarilla se asomaba al este. La madre cargaba al niño sobre el brazo izquierdo y tomaba la Madre Maíz con la mano derecha. Acompañada por su propia madre, la abuela del niño, abandonaba la casa y caminaba hacia el este. Ahí se detenían, vueltas hacia el oriente, y oraban silenciosamente, arrojando pizcas de harina de maíz hacia el sol naciente.
Una vez que el Sol hubiera rebasado el horizonte, la madre daba un paso al frente, alzaba al niño hacia el Sol y decía:
—Padre Sol, he aquí tu hijo.
Lo repetía y pasaba la Madre Maíz sobre el cuerpo del niño, como cuando le había dado un nombre. Deseaba que envejeciera tanto que tuviese que buscar apoyo en un bastón, probando así que había obedecido las leyes del Creador. La abuela hacía lo mismo al terminar la madre. Luego ambas dibujaban con harina de maíz un camino para la nueva vida hacia el Sol.
De esta manera, el niño pertenecía a su familia y a la Tierra. La madre y la abuela volvían a llevarlo a la casa, donde esperaban las tías. El pregonero del pueblo anunciaba su nacimiento y se daba una fiesta en su honor. Durante varios años el niño era llamado por los distintos nombres que se le habían dado. El que parecía prevalecer se convertía en su nombre; y la tía que se lo había dado, en su madrina. La Madre Maíz seguía siendo su madre espiritual.
Durante siete u ocho años llevaba la vida terrenal normal de un niño. Entonces tenía lugar su primera iniciación en una sociedad religiosa. Comenzaba a aprender que, pese a tener padres humanos, sus verdaderos padres eran los entes universales que lo habían creado a través de aquéllos: su Madre Tierra, de cuya carne nacen todos, y su Padre Sol, el dios solar que da vida a todo el universo. Empezaba a aprender, en suma, que él también poseía dos aspectos. Era miembro de una familia terrenal y de un clan tribal; y ciudadano del gran universo, al que debía una lealtad creciente conforme aumentaba su comprensión.
El Primer Pueblo entendía, pues, el misterio de su origen. Su sabiduría prístina también les revelaba su propia estructura y funciones, la naturaleza del hombre.
El cuerpo vivo del hombre y el cuerpo vivo de la Tierra estaban construidos en la misma forma. Un eje atravesaba cada uno de ellos. El eje del hombre era la espina dorsal, la columna vertebral que controlaba el equilibrio de sus movimientos y funciones. A lo largo del eje había varios centros vibratorios que repercutían el sonido primordial de la vida en todo el universo o daban aviso si algo estaba mal.
En el ser humano, el primero de ellos se encontraba en la parte superior de la cabeza. Ahí estaba, al nacer, el punto blando, kópavi, la "puerta abierta" por la que recibía su vida y se comunicaba con su Creador. A cada soplo de aliento el punto blando subía y bajaba en suave vibración, la cual se comunicaba al Creador. A la hora de la luz roja, Tálauva, la última fase de su creación, el punto blando se endurecía y la puerta se cerraba. Permanecía cerrada hasta su muerte, momento en que se abría para que su vida saliera por donde había venido.
Justo debajo se hallaba el segundo centro, el órgano con el que el hom bre aprendía a pensar por cuenta propia, el órgano pensante llamado cerebro. Su función terrenal permitía al hombre pensar sobre sus acciones y su obra en esta Tierra. No obstante, entre más entendía que su obra y acciones debían ser conformes al plan del Creador, más claro se le hacía que la verdadera función del órgano pensante llamado cerebro era cumplir con el plan de toda la Creación.
El tercer centro estaba en la garganta. Unía las aberturas de la nariz y la boca, por las que recibía el aliento de la vida, con los órganos vibratorios que le permitían devolver su aliento en forma de sonido. Este sonido primordial, como el que provenía de los centros vibratorios del cuerpo de la Tierra, estaba en armonía con la vibración universal de toda la Creación. Los órganos vocales producían sonidos nuevos y diversos en forma de habla y canto, su función secundaria para el ser humano en la Tierra. No obstante, conforme llegaba a comprender su función primaria, utilizaba este centro para hablar y cantar alabanzas del Creador.
El cuarto centro era el corazón. También constituía un órgano vibratorio. Latía con la vibración de la vida misma. En su corazón el ser humano sentía el bien de la vida, su propósito sincero. Era de Un Corazón. Sin embargo, había quienes dejaban pasar sentimientos malos. De ellos se decía que eran de Dos Corazones.
El último de los centros importantes del hombre estaba debajo del ombligo, en el órgano denominado ahora plexo solar por algunas personas. Según indica el nombre, era el trono del propio Creador dentro del hombre. Desde ahí dirigía todas las funciones del ser humano.(2)
El Primer Pueblo no conocía la enfermedad. Las personas no se enfermaban del cuerpo ni de la cabeza, hasta que el mal entró al mundo. Entonces un curandero, conocedor de la construcción del hombre, percibía qué andaba mal con una persona mediante el examen de estos centros. Primero colocaba las manos sobre ellos: la parte superior de la cabeza, arriba de los ojos, la garganta, el pecho, el vientre. Las manos del curandero eran instrumentos videntes. Sentían las vibraciones de cada centro y le indicaban en cuál la vida corría más fuerte o más débil. A veces el problema era sólo un dolor de estómago causado por comida no cocida, o un resfriado. Pero en otras ocasiones venía "de fuera", atraído por los propios pensamientos malos de la persona o de un Dos Corazones. En este caso el curandero sacaba de su bolsa un pequeño cristal que medía aproximadamente una pulgada y media, lo ponía al sol para iniciar su funcionamiento y a través de él miraba cada uno de los centros. De esta manera veía la causa del problema y con frecuencia la misma cara de la persona de Dos Corazones que había provocado la enfermedad. El cristal no tenía propiedades mágicas, decían los curanderos siempre. Una persona común no veía nada al mirar a través del cristal. Sólo servía para objetivar la visión del centro que controlaba los ojos del curandero, desarrollado por éste precisamente para tal fin...
Así, el Primer Pueblo se comprendía a sí mismo. Y así era el Primer Mundo en que vivían. Se llamaba Tokpela, Espacio Infinito. Su dirección era el este; su color, sikyangpu, el amarillo; su mineral, sikyásvu, el oro. Tenían importancia en él káto'ya, la serpiente de la cabeza grande; wisoko, el ave que comía grasa; y muha, la pequeña planta de cuatro hojas. En él, el Primer Pueblo vivía puro y feliz.