Martin

El Pasado a la Luz del Presente

por Martin Lings
Traducción de Abder Rassaq Pérez

De haber sabido los pueblos de la antigüedad todo lo que los científicos modernos saben hoy, ¿habrían cambiado su actitud hacia sus antepasados más remotos?

Esto equivale en cierto modo a otra pregunta: ¿Existe una incompatibilidad real entre la religión y la ciencia? –pues las opiniones de nuestros ancestros estaban en gran medida basadas en la religión.

Tomemos uno o dos ejemplos de "obstáculos", y examinémoslos a la luz de la religión y de la ciencia, y no a la oscuridad de ninguna de ellas.
¿Sostiene la religión que los acontecimientos prehistóricos pueden ser fechados sobre la base de una interpretación literal de las cifras que se mencionan en el Antiguo Testamento, y que la fecha aproximada de la propia Creación es 4.000 a.C.? Difícilmente podría sostener semejante cosa, pues "mil años para Ti son sólo como el ayer" y no está en absoluto claro, cuando son mencionados los días en los textos sagrados, si se trata de días humanos o son Días Divinos, cada uno de los cuales consta de "mil años humanos", o sea, un período que no es comparable al día humano.

¿Puede aceptar la ciencia que la tierra fuera creada hace unos 6.000 años? Obviamente, no; porque las distintas pruebas muestran sin ninguna duda que en esa fecha la tierra y el hombre eran ya antiguos.

Si en esto la ciencia niega la letra de las escrituras, no niega sin embargo su espíritu, pues aun dejando a un lado las pruebas arqueológicas y geológicas, existen razones directamente espirituales para no insistir en la letra de la genealogía del Génesis. Esto no quiere decir que nuestros antepasados medievales, muchos de los cuales –si no la mayoría– aceptaban la interpretación literal, eran menos espirituales o menos inteligentes que nosotros –en absoluto. Pero, como veremos luego, aunque poseían con casi total seguridad un sentido más cualitativo del tiempo que nosotros, es decir, un sentido más acusado de sus ritmos, tenían sin duda menos sentido del tiempo en términos puramente cuantitativos; y no les chocaba, como no puede dejar de chocarnos a nosotros, que hay algo espiritualmente incongruente en la idea de que la creación de un Dios Todopoderoso sea tan poco exitosa que en un espacio muy corto de tiempo el Creador vea la necesidad de ahogar a toda la raza humana, a excepción de una familia, para poder así empezar de nuevo. Pero aun dejando a un lado las cuestiones de cronología, los hombres de la Edad Media estaban demasiado abrumados en su conciencia para razonar como nosotros, demasiado agobiados por un sentimiento de responsabilidad humana –y debemos añadir que a su honra. Si lo ocurrido era incongruente, por no decir monstruoso, mayor culpabilidad recaía sobre el hombre. Esta forma de pensar está, ciertamente, más próxima a la verdad que algunas tendencias más modernas del pensamiento, pero no se corresponde con toda la verdad; y nosotros que tendemos a examinar esta cuestión de forma más "desapegada" no podemos evitar ver que Dios tiene también Sus responsabilidades. No obstante hace falta que cada uno de nosotros se pregunte a sí mismo cuan sublime es su desapego, teniendo siempre presente que un observador pasivo abajo en el llano tiene a veces una visión mejor de ciertos aspectos de una montaña que aquellos que están de hecho escalándola.

Cualquiera que sean las respuestas que demos a esta pregunta, el hecho es que nuestra percepción de lo que redunda en mayor Gloria de Dios y lo que no, se ajusta peor, con respecto a la mera cronología, con la perspectiva de la Cristiandad medieval que con la perspectiva de la Antigüedad, según la cual fue sólo después de haber concedido a la humanidad muchos milenios de bienestar espiritual cuando Dios ha permitido que atraviese por un período relativamente corto de decadencia, o en otras palabras le permitiera "envejecer". En cualquiera de los casos, esta perspectiva antigua no puede ser descartada a la ligera. Su base, la tradición de las cuatro eras del ciclo del tiempo que los griegos y los romanos denominaron Edad de Oro, Plata, Bronce y Hierro, no es exclusivamente europea sino que puede encontrarse también en Asia, entre los hindúes, y en América, entre los indios americanos. Según el Hinduismo, que posée la doctrina más explícita sobre el tema, la Edad de Oro fue con mucho la más larga; las edades fueron haciéndose progresivamente más cortas a medida que peores, y la más corta y la peor fue la Edad de las Tinieblas, que se corresponde con la Edad de Hierro. Pero aun esta edad última y más corta, la edad en que vivimos, se extiende más de 6.000 años hacia el pasado. Lo que los modernos arqueólogos llaman "la Edad de Bronce" no guarda relación con la tercera de las cuatro, y lo que llaman "la Edad de Hierro" sólo coincide casualmente con una fracción de la cuarta edad.

La antigua tradición universal de las cuatro edades no contradice al Libro del Génesis, pero, al igual que la evidencia científica, sugiere sin duda una interpretación más alegórica que literal. Sugiere, por ejemplo, que ciertos nombres no indican simplemente a individuos sino eras completas de la prehistoria, y que el nombre Adán en particular puede tomarse como designación no sólo del primer hombre sino de la totalidad de la humanidad primordial, que cubre un período de muchos miles de años.

Pero, ¿resulta necesario que la religión sostenga que en un tiempo pasado el hombre fue creado en un estado de suprema excelencia, del cual luego ha caído?
Sin lugar a dudas, si; pues si la historia del Jardín del Edén no puede tomarse literalmente, no puede, por otra parte, interpretarse en un sentido opuesto a lo que dice. Después de todo, el propósito de la alegoría es transmitir la verdad, no la falsedad. Además, no es sólo en el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam en donde se nos habla de la perfección del Hombre Primordial y su posterior caída. La misma verdad, vestida con distintas caracterizaciones, nos ha llegado de los tiempos prehistóricos en todos las partes del mundo. Las religiones son unánimes en presentar un panorama no de evolución sino de degeneración.

¿Es esta doctrina religiosa contraria a los hechos conocidos científicamente? ¿Está obligada la ciencia, a fin de ser fiel a sí misma, a seguir manteniendo la teoría de la evolución?

Para contestar a esta pregunta, citemos al geólogo francés Paul Lemoine, editor del volumen V (sobre "Organismos Vivos") de la Encyclopédie Française, quien llega a escribir en su resumen de los artículos de los diversos colaboradores:
"Esta exposición muestra que la teoría de la evolución es imposible. En realidad, a pesar de las apariencias, nadie cree ya en ella... La evolución es una especie de dogma cuyos sacerdotes han dejado de creer en él, aunque siguen defendiéndolo por mor de sus feligreses."

Aunque indudablemente exagerado en su expresión –es decir, en cuanto a sus profundas implicaciones de hipocresía por parte de los "sacerdotes" en cuestión– este juicio, viniendo de donde viene, es significativo en muchos respectos. No hay duda de que muchos científicos han transferido sus instintos religiosos de la religión al evolucionismo, con el resultado de que su actitud hacia el evolucionismo es sectaria en vez de científica. El biólogo francés Profesor Louis Bounoure cita a Yves Delage, antiguo profesor de Zoología de la Sorbona: "Admito sin reparos que no existe constancia de ninguna especie que haya engendrado a otra, y que no existen pruebas absolutamente definitivas de que semejante cosa se haya producido jamás. No obstante, creo que la evolución es tan cierta como si hubiera sido probada objetivamente." Bounoure comenta: "En pocas palabras, lo que la ciencia nos pide aquí es un acto de fe, y por lo general la idea de la evolución se presenta de hecho bajo el disfraz de una especie de verdad revelada." Cita, sin embargo, a Jean Piveteau, en la actualidad Profesor de Paleontología de la Sorbona, quien admite que la evidencia científica acumulada sobre la evolución "no puede aceptar ninguna de las diversas teorías que intentan explicar la evolución. Es más, se opone a cada una de estas teorías. Hay aquí algo que es a la vez decepcionante e inquietante."

La teoría de Darwin debió su éxito fundamentalmente a la idea muy extendida de que el europeo del siglo XIX representaba la cumbre del progreso humano. Esta idea era como un receptáculo especial hecho de antemano para la teoría de una ascendencia sub-humana del hombre, una teoría que fue aclamada sin cuestionar por los humanistas como corroboración científica de su fe en el "progreso". Vano ha sido el que una tenaz minoría de científicos haya sostenido persistentemente, en los últimos cien años, que la teoría de la evolución carece de base científica y que choca con muchos hechos demostrados, y vano que reclamaran una actitud de mayor rigor científico con respecto a toda esta cuestión. Criticar el evolucionismo, aunque fuera con argumentos sólidos, era como intentar contener el oleaje de un maremoto. Pero el oleaje parece haber amainado ahora, y cada día más científicos están reexaminando objetivamente esta teoría, lo que ha resultado en que no pocos de los que eran antes evolucionistas la hayan rechazado por completo. Uno de esos es el ya citado Bounoure; otro, Douglas Dewar, escribe:

"Ya va siendo hora de que los biólogos y los geólogos coincidan con los astrónomos, físicos y químicos en admitir que el mundo y el universo son completamente misteriosos y que todos los intentos por explicarlos [mediante la investigación científica] se han visto frustrados"; y luego, después de dividir a los evolucionistas en diez grupos principales (con algunas subdivisiones) de acuerdo con sus distintas opiniones acerca de qué animal constituye el último eslabón en la cadena de la supuesta ascendencia "pre-humana" del hombre, opiniones puramente conjeturales todas ellas y mutuamente excluyentes, dice:

"En 1921, Reinke escribía: ‘La única afirmación, fiel a su dignidad, que la ciencia puede hacer [acerca de esta cuestión] es decir que no sabe nada acerca del origen del hombre.’ Esta declaración es hoy tan verdad como cuando Reinke la hizo."

Si la ciencia no sabe nada acerca de los orígenes del hombre, si sabe mucho acerca de su pasado prehistórico. Pero este conocimiento –volviendo a nuestra pregunta inicial– les habría enseñado muy poco o nada a nuestros antepasados que no supieran ya, excepto en cuanto a cronología, y no habría producido tampoco ningún cambio fundamental en su actitud. Porque cuando ellos miraban hacia atrás, no veían una civilización compleja sino pequeños asentamientos humanos con una organización social mínima; y detrás de esos veían a hombres que vivían sin casas, en un entorno completamente natural, sin libros, sin agricultura, y en un principio hasta sin ropas. Sería entonces cierto afirmar que la idea que los antiguos tenían del hombre primitivo, basada en las escrituras sagradas y en las más antiguas tradiciones transmitidas oralmente desde el pasado remoto, no era apenas distinta, en cuanto a los datos básicos de la existencia material, de la concepción científica moderna, que difiere de la tradicional principalmente en que sopesa el mismo conjunto de datos de forma distinta. Lo que ha cambiado no es tanto el conocimiento de los hechos sino el sentido de los valores.

Hasta hace poco los hombres no consideraban que la condición de sus antepasados fuera peor que la suya por haber vivido en cuevas y bosques en lugar de casas. No hace mucho que Shakespeare ponía en boca del Duque desterrado, viviendo en el bosque de Arden "como vivían en la edad dorada":
"Sentimos aquí sólo el castigo de Adán,
El cambio de las estaciones...
Y esta vida nuestra, a salvo de la guarida pública,
Encuentra lenguas en los árboles, libros en los arroyos que corren,
Sermones en las piedras, y bien en todo.
No lo cambiaría."

Estas palabras pueden evocar todavía en algunos espíritus un profundo eco, un asentimiento que es mucho más que una mera aprobación estética; y antes de Shakespeare, atravesando la Edad Media hacia el pasado histórico más remoto, no ha habido época en la que el mundo occidental no tuviera sus ermitaños, y algunos de ellos estuvieron entre los hombres más venerados de su generación. Y tampoco puede haber duda de que esos pocos seres excepcionales que vivieron en un entorno natural sentían una compasión benévola por la dependencia servil de sus hermanos de la "civilización". El Este por su parte nunca ha roto por completo con el sentido ancestral de valores, según el cual el mejor marco para el hombre es su entorno primordial. Entre los hindúes, por ejemplo, es todavía un ideal –y un privilegio– que un hombre acabe sus días en las soledades de la naturaleza virgen.

Para quienes pueden captar inmediatamente este punto de vista, no resulta difícil ver que la agricultura, una vez alcanzado cierto grado de desarrollo, en lugar de "progresar", se convirtió en "el extremo afilado de la cuña" de la fase final de la degeneración del hombre. En la narrativa del Antiguo Testamento, este "cuña", que está sin duda formada por cientos de generaciones humanas, está resumida en la figura de Caín, el cual representa a la agricultura en contraposición a la caza o la ganadería, fue también el constructor de las primeras ciudades, y cometió el primer crimen. Según los comentarios del Génesis, Caín "sentía pasión por la agricultura"; y dicho apego era, desde el punto de vista del cazador-ganadero nómada y cultivador ocasional de la tierra, un claro paso hacia abajo: la agricultura profesional supone el asentamiento en un lugar, lo que lleva a construir poblados, que más tarde o más temprano se convierten en ciudades; y en el mundo antiguo, así como la vida del pastor estaba asociada a la inocencia, las ciudades eran consideradas siempre, relativamente hablando, como lugares de corrupción. Tácito nos dice que los germanos de su tiempo sentían horror por las casas; y aun hoy existen algunos pueblos nómadas o seminómadas, como los indios americanos por ejemplo, que sienten un desprecio espontáneo por todo aquello que, como la agricultura, les fijaría a un lugar limitando con ello su libertad.

"El indio americano no tiene intención de "asentarse" sobre esta tierra en la que todo, según la ley de la estabilización y también de la condensación –o podríamos decir ‘petrificación’– tiende a ‘cristalizarse’; y esto explica la aversión de los indios hacia las casas, especialmente las de piedra, y también la ausencia de una escritura, que según esta perspectiva, ‘fijaría’ y ‘mataría’ el flujo sagrado del Espíritu."
Esta cita nos lleva de la cuestión de la agricultura a la de la alfabetización; y respecto a esto recordamos que también los druidas, como nos cuenta Cesar, mantenían que dar forma escrita a sus doctrinas sagradas sería desecrarlas. Podrían presentarse muchos otros ejemplos para demostrar que la ausencia de la escritura, como la ausencia de la agricultura, puede tener una causa positiva; y en cualquier caso, no importa cuan acostumbrados estemos a pensar en que la habilidad lingüística va asociada a la alfabetización, basta un momento de reflexión para mostrar que no existe conexión esencial entre ambas, pues la cultura lingüística es del todo independiente del alfabeto escrito, el cual llega a la historia global del lenguaje como un apéndice muy tardío. Tal como señala Ananda Coomaraswamy con relación a lo que él denomina "ese conjunto de literatura profética que incluye a la Biblia, los Vedas, el Edda, los grandes poemas épicos, y en general los ‘mejores libros’ del mundo":

"Muchos de estos libros existían mucho antes de ser escritos, muchos ni siquiera han sido escritos, y otros se han perdido o acabarán perdiéndose."
Infinidad de hombres iletrados han utilizado magistralmente lenguas de gran riqueza expresiva.

"Me inclino a pensar en ese dialecto, el mejor, hablado por los más iletrados de las islas... hombres de mente clara y maravillosa memoria, por lo general muy pobres y ancianos, que viven en puntos remotos de islas remotas, y que sólo hablan gaélico."

"La capacidad de la tradición oral para transmitir multitud de versos a lo largo de cientos de años está probada y admitida.... De esta literatura oral, como la llaman los franceses, no es amiga la educación. La cultura la destruye, a veces con asombrosa rapidez. Cuando una nación empieza a leer... lo que antes era propiedad de todo el pueblo se convierte en herencia de los iletrados únicamente, y pronto, a menos que sea recogida por el anticuario, desaparece por entero."
"Si tenemos que especificar el factor que ha provocado la decadencia de la cultura rural inglesa tendriamos que decir que ha sido la alfabetización."
En las Nuevas Hébridas "los niños son educados escuchando y observando... sin escribir, la memoria es perfecta, la tradición exacta. Se enseña al niño todo lo conocido.... Las canciones son una forma de contar historias... La presentación y el contenido de los miles de mitos que aprende cada niño (a menudo al pie de la letra, y una historia puede durar horas) son toda una biblioteca... los oyentes quedan prendidos en una tela de palabras entretejidas".

Conversan juntos "con esa precisión y belleza de elocución que nosotros hemos perdido... Los nativos aprenden rápidamente a leer después del contacto con los blancos. Lo consideran una ocupación curiosa e inútil. Dicen: ‘¿Acaso no puede un hombre recordar y hablar?’"
Además de estas citas, que he extraído en su totalidad de Coomaraswamy, podemos destacar que entre los árabes de la época preislámica, los nobles de Mecca acostumbraban a enviar a sus hijos para que se educaran entre los beduinos del desierto, porque era sabido que estos nómadas analfabetos hablaban un árabe más puro que el de sus más "civilizados" hermanos de la ciudad.

No hay duda de que, en general, la "civilización" enroma la agudeza y la vigilancia naturales del hombre, cualidades que son de la mayor importancia para la preservación de la lengua. En particular, la alfabetización adormece a los hombres en un sentimiento de falsa seguridad al darles la impresión de que su lenguaje cotidiano no es ya el único arca que guarda el tesoro del idioma; y una vez que la idea de dos lenguajes, uno escrito y otro hablado, se ha enraizado, este último esta condenado a degenerar con relativa rapidez arrastrando consigo, a la larga, al lenguaje escrito --como lo atestigua la nueva traducción al inglés de la Biblia.

En el occidente actual, la degeneración del lenguaje hablado ha llegado a un punto en el que, aunque una persona se esmere más o menos al poner sus pensamientos por escrito, el orgullo de hablar bien es algo casi totalmente desconocido. Es cierto que a uno se les enseñan ciertas cosas que debe evitar al hablar, pero esto se hace por razones puramente sociales que nada tienen que ver con la riqueza sonora o con cualquier otra cualidad positiva que el lenguaje pueda tener. Y, no obstante, la forma en que una persona habla sigue siendo un factor mucho más significativo en su vida que la forma en que escribe, porque tiene un efecto acumulativo sobre su alma que un poco de escritura esporádica nunca podrá tener.
Ni que decir tiene, que el propósito de estos comentarios no es negar la utilidad del lenguaje escrito. El lenguaje tiende a degenerar en el curso natural de los acontecimientos, aun entre los analfabetos, y accidentes tales como el exilio y la dominación extranjera pueden provocar el olvido de todo tipo de cosas en un período de tiempo sorprendentemente corto. Por ejemplo, ¿qué habría sido de la herencia espiritual de los judíos de no haber sido por sus testimonios escritos? En cualquier caso, la clara inspiración de algunas de las artes caligráficas del mundo sugiere que cuando los hombres empezaron a poner por escrito su lengua, lo hacían "por orden de Dios", y no simplemente "con permiso de Dios". No es, después de todo, la escritura sino la imprenta la responsable de que el mundo se haya vuelto el gran basurero de libros que es en la actualidad. No obstante, no puede decirse que la escritura confiera superioridad al hombre, por no decir nada más, y sin duda sería verdad decir que sólo se hizo necesaria, como el menor de dos males, una vez que la degeneración humana hubo alcanzado un cierto grado.

El lenguaje hablado, por otra parte, fue considerado siempre una de las cimas gloriosas del hombre. En el Judaísmo, como en el Islam, nos encontramos con la doctrina de que por medio de la Revelación Divina le fue enseñado a Adán el verdadero lenguaje, es decir, el lenguaje en el cual el sonido se corresponde exactamente con el sentido. Esta concepción de que el lenguaje primordial del hombre fue el más perfectamente expresivo u onomatopéyico de todos los lenguajes está sin duda fuera de toda verificación filológica. Sin embargo, la filología puede darnos una idea clara de las tendencias lingüísticas generales de la humanidad, y al hacerlo no nos enseña nada que choque en lo más mínimo con ese testimonio tradicional. Al contrario, cada uno de los lenguajes que hoy conocemos es una forma degradada de otro lenguaje más antiguo, y cuanto más nos adentramos en el pasado, más impresionante y poderoso se vuelve el lenguaje. Se hace también más complejo, de tal forma que los lenguajes más antiguos que conocemos, esos que son mucho más antiguos que la propia historia, son los más sutiles e intrincados en su estructura, y demandan del que habla una mayor concentración y presencia mental que cualquiera de los posteriores. El paso del tiempo tiende siempre a empequeñecer las palabras individuales en forma y en sonoridad, al tiempo que la gramática y la sintaxis se vuelven cada vez más simples.

Es cierto que aunque el tiempo tiende a erosionar la cualidad de un lenguaje, este siempre tendrá, cuantitativamente hablando, el vocabulario que su gente necesita. Por ejemplo, un aumento desmesurado de objetos materiales, significará un incremento correspondiente en el número de sustantivos. Pero mientras que en los idiomas modernos las nuevas palabras han de ser acuñadas artificialmente y añadidas desde afuera, los lenguajes más antiguos conocidos puede decirse que poseen, aparte de las palabras que realmente se usan, miles de palabras potenciales que, en caso de necesidad, pueden ser producidas orgánicamente, por así decirlo, en virtud de una casi ilimitada capacidad para construir palabras que es inherente a la estructura de ese lenguaje. En este sentido son las lenguas modernas las que se podrían denominar "muertas" o "moribundas, ya que, en comparación con ellas, los lenguajes más antiguos, aunque estén "muertos" en el sentido de que ya no se usan, permanecen en sí mismos como organismos intensamente vitales.

Esto no quiere decir que los lenguajes antiguos –y quienes los hablaban– carecieran de la virtud de la simplicidad. La verdadera simplicidad, lejos de ser incompatible con la complejidad, exige una cierta complejidad para desarrollarse plenamente. Debe hacerse una distinción entre la complejidad, que implica un sistema u orden definido, y complicación que implica desorden y hasta confusión. Igual distinción se hace necesaria entre simplicidad y simplificación.

El verdadero hombre sencillo es una unidad intensa: es completo y sólido de corazón, y no está dividido contra sí mismo. Para mantener esta suprema integración, el alma debe reajustarse completamente con cada nueva serie de circunstancias, lo que significa que debe existir una gran flexibilidad en los distintos elementos psíquicos: cada uno debe ser capaz de ajustarse perfectamente a todos los demás, sin importar el estado de ánimo. Esta síntesis fuertemente entretejida, en que está basada la simplicidad, es una complejidad pero jamás una complicación; y tiene su equivalente en la complejidad de los lenguajes antiguos a los que se aplica generalmente el término de "sintéticos", para distinguirlos de los "analíticos" lenguajes modernos. Sólo mediante un sistema intrincado de reglas gramaticales pueden conjugarse las diferentes partes de la expresión verbal, análogas a los diferentes elementos del alma, de forma que ajusten entre sí armoniosamente, dando así a cada frase algo de la unidad concentrada que tiene una palabra sola. La simplicidad de los lenguajes sintéticos es de hecho comparable a la de una gran obra de arte –una simplicidad no sólo de medios sino de efecto total; y sin duda esa, y en un grado superlativo, era la simplicidad del lenguaje primordial y, podríamos añadir, de los hombres que lo hablaban. Esta es en cualquier caso la conclusión a la que apunta toda la evidencia lingüística disponible, y el lenguaje es de una importancia tan fundamental en la vida del hombre, por estar tan íntimamente ligado al alma humana de la que es expresión directa, que su testimonio tiene la más alta significación psicológica.

Uno de los legados del pasado remoto que ha entrado con extraordinaria pujanza en el presente, y que tiene credenciales suficientes para que sirva de "piedra de toque", es la lengua árabe. Su destino ha sido extraño. Cuando aparecen los árabes por vez primera en la historia son una raza de poetas, con un amplio y variado repertorio de formas métricas, y cuya prosa estaba constituida casi exclusivamente por su lenguaje hablado. Poseían una escritura bastante rudimentaria, que sólo unos pocos de ellos sabían utilizar, pero en cualquier caso preferían transmitir sus poemas oralmente, y hasta la llegada del Islam eran probablemente los más analfabetos de todos los pueblos semíticos. Esto sin duda explica, al menos en parte, por qué su lenguaje se había conservado tan excepcionalmente bien: aunque las evidencias lingüísticas muestran un declive respecto de un lenguaje más arcaico, es decir, aún más complejo y de mayor sonoridad, el árabe era aún, en el año 600 d.C., más arcaico en forma y por lo tanto más próximo a "la lengua de Shem" que el hebreo hablado por Moisés dos mil años antes. Fue el Islam, o más exactamente la necesidad de anotar cada sílaba del Qur’án con absoluta precisión, lo que impuso la alfabetización a los árabes del siglo VII; pero al mismo tiempo, el Qur’án impuso su propio lenguaje arcaico como modelo, y dado que tenía que ser aprendido de memoria y recitado lo más posible, el efecto perjudicial de la alfabetización fue contrarrestado por la continua presencia del árabe coránico en las lenguas de los hombres. Rápidamente se creó una ciencia especial para anotar y preservar la pronunciación exacta; y la degradación del lenguaje fue controlada también por los persistentes esfuerzos de los musulmanes a través de los siglos por modelar su lenguaje hablado según la forma de hablar de su Profeta. Como resultado, su lenguaje sigue hoy todavía vivo.

Inevitablemente, se han formado dialectos de él en el curso del tiempo al cortarse sílabas, fundirse dos sonidos en uno, y otras simplificaciones, y estos dialectos, que varían de un país árabe a otro, se emplean normalmente en conversación. Pero la más ligera formalidad en la ocasión reclama inmediatamente una vuelta a la pura majestad y sonoridad del árabe clásico, al que se vuelve también en conversación, cuando alguien siente que tiene algo realmente importante que decir. Por otra parte, aquellos que se niegan rotundamente por principio a hablar el lenguaje coloquial pueden encontrarse en un dilema: o se abstienen por completo de participar en una "conversación ordinaria", o corren el riesgo de producir un efecto extraño, como de golfillos callejeros disfrazados con vestiduras reales. La charla circunstancial, o sea, la expresión rápida de pensamientos no sopesados, debió haber sido algo relativamente desconocido en el pasado remoto, porque es algo a lo que los lenguajes antiguos no se prestan bien; y si los hombres pensaban menos ligeramente, y se preocupaban más de dar forma a sus pensamientos, ciertamente se preocupaban más de darles expresión. El sánscrito cuenta la misma historia que el árabe: el maravilloso repertorio y variedad de sonidos consonánticos de ambos no nos dejan más opción que deducir que en el pasado remoto los órganos de articulación y oído de los hombres eran mucho más finos y delicados de lo que son hoy; y esto se ve confirmado también por el estudio de la música antigua, con toda su sutileza rítmica y melódica.

Si bien la filología no puede alcanzar los orígenes del lenguaje, si puede sin embargo examinar, de una pasada ininterrumpida, miles de años de historia lingüística, lo que significa también, en cierto sentido, miles de años de la historia del alma humana, una historia que es sin duda unilateral, pero excepcionalmente clara en sus conclusiones. A la luz de este panorama, que nos remonta en el pasado hasta lo que llamamos "prehistoria", nos vemos forzados a constatar una tendencia implacable; y esta tendencia es en sí misma sólo un aspecto de otra más general en la que, como señala Dewar, la mayoría de los físicos, químicos, matemáticos y astrónomos están de acuerdo, a saber, que "el universo es como un reloj que va perdiendo cuerda". Hasta aquí la religión y la ciencia se mantienen juntas. Pero la religión añade –como no puede hacerlo la ciencia sin sobrepasar el ámbito de su función– que existe una vía individual de escape de esta deriva colectiva río abajo, y que es posible para algunos resistirse a ella, y aun para algunos avanzar corriente arriba, y para unos pocos vencerla por completo abriéndose un camino, aun en esta vida, hasta la fuente misma.