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René Guénon

O Erro Espírita

"L'Erreur Spirite" - Ed. Traditionnelles, París.

Guénon denunciou dois embustes modernos através de "O Erro Espírita" e "O Teosofismo: a História de uma Pseudo-Religião". Estes livros, com documentação farta e conclusiva, constituem o desmonte metódico, minucioso e incontestável destas duas "armações" conhecidas como Espiritismo e Teosofismo. Coomaraswamy e, depois, Fernando Guedes Galvão, entre outros, chamaram a atenção para estas obras fundamentais, que retratam de modo preciso e impiedoso as confusões e desvios típicos da modernidade. Geralmente, os "adeptos" destes movimentos, despreparados e confusos culturalmente, são iludidos em sua boa-fé. Boa-fé, diga-se a bem da verdade, nunca compartilhada pelos respectivos dirigentes que, incapazes de responder à altura as denúncias formuladas por Guénon, por um lado e, confiantes na fragilidade de seus seguidores, por outro, chegam a ter a desfaçatez de elogiar o autor e referir-se a estes livros como "algumas críticas", um "tanto exageradas".
Nós mesmos fomos elogiados por certos espíritas cara-de-pau que "baixaram" na Internet, a respeito de nosso site IRGET e da biografia de René Guénon.
Dedicamos estas páginas aos interessados em assuntos tradicionais e também aos seguidores desavisados destes dois desvios modernos que, desde que tenham em mãos informações e documentação necessárias e suficientes, possam reavaliar e discernir a verdadeira origem e motivações do teosofismo e do espiritismo.

PREFACIO

Al abordar la cuestión del espiritismo, tenemos que decir de inmediato, tan claramente como es posible, en qué espíritu entendemos tratarla. Ya se han consagrado una multitud de obras a esta cuestión, y, en estos últimos tiempos, han devenido más numerosas que nunca; sin embargo, pensamos que todavía no se ha dicho en ellas todo lo que había que decir, ni que el presente trabajo se arriesgue a hacer doblete de ningún otro. Por lo demás, no nos proponemos hacer una exposición completa del tema bajo todos sus aspectos, lo que nos obligaría a reproducir muchas cosas que se pueden encontrar fácilmente en otras obras, y que, por consiguiente, sería una tarea tan enorme como poco útil. Creemos preferible limitarnos a los puntos que hasta aquí han sido tratados de manera más insuficiente: por eso es por lo que nos dedicaremos primeramente a disipar las confusiones y los equívocos que frecuentemente hemos tenido la ocasión de constatar en este orden de ideas, y después mostraremos sobre todo los errores que forman el fondo de la doctrina espiritista, si es que se puede consentir en llamar a eso una doctrina.

Pensamos que sería difícil, y por lo demás poco interesante, considerar la cuestión, en su conjunto, desde el punto de vista histórico; en efecto, se puede hacer historia de una secta bien definida, que forma un todo claramente organizado, o que posee al menos una cierta cohesión; pero no es así como se presenta el espiritismo. Es necesario hacer observar que, desde el origen, los espiritistas han estado divididos en varias escuelas, que después se han multiplicado todavía más, y que han constituido siempre innumerables agrupaciones independientes y a veces rivales las unas de las otras; y aunque fuera posible confeccionar una lista completa de todas esas escuelas y de todas esas agrupaciones, la fastidiosa monotonía de una tal enumeración no se compensaría ciertamente por el provecho que se podría sacar de ella. Y todavía es menester agregar que, para poder llamarse espiritista, no es indispensable pertenecer de ninguna manera a una asociación cualquiera; basta con admitir ciertas teorías, que se acompañan ordinariamente de prácticas correspondientes; muchas gentes pueden hacer espiritismo aisladamente, o en pequeños grupos, sin vincularse a ninguna organización, y ese es un elemento que el historiador no podría alcanzar. En eso, el espiritismo se comporta de modo muy diferente que el teosofismo y que la mayoría de las escuelas ocultistas; este punto está lejos de ser el más importante entre todos los que le distinguen de ellas, pero es la consecuencia de algunas otras diferencias menos exteriores, sobre las cuales tendremos la ocasión de explicarnos. Pensamos que lo que acabamos de decir hace comprender suficientemente por qué no vamos a introducir aquí las consideraciones históricas sino en la medida en que nos parezcan susceptibles de aclarar nuestra exposición, y sin hacer de ellas el objeto de una parte especial.

Otro punto que no entendemos tratar tampoco de una manera completa, es el examen de los fenómenos que los espiritistas invocan en apoyo de sus teorías, y que otros, aunque admiten igualmente su realidad, los interpretan de una manera enteramente diferente. De ellos diremos suficiente como para indicar lo que pensamos a este respecto, pero la descripción más o menos detallada de esos fenómenos se ha dado tan frecuentemente por los experimentadores que sería completamente superfluo volver aquí sobre ello; por lo demás, no es eso lo que nos interesa aquí particularmente, y, a propósito de esto, preferimos señalar la posibilidad de algunas explicaciones que los experimentadores de que se trata, espiritistas o no, ciertamente no sospechan. Sin duda, conviene hacer observar que, en el espiritismo, las teorías jamás se separan de la experiencia, y nos tampoco entendemos separarlas enteramente en nuestra exposición; pero lo que pretendemos, es que los fenómenos no proporcionan más que una base puramente ilusoria a las teorías espiritistas, y también que, sin estas últimas, ya no se trata en absoluto de espiritismo. Por lo demás, eso no nos impide reconocer que, si el espiritismo fuera únicamente teórico, sería mucho menos peligroso de lo que es y no ejercería el mismo atractivo sobre muchas gentes; e insistiremos tanto más sobre ese peligro cuanto que constituye el más apremiante de los motivos entre los que nos han determinado a escribir este libro.

Ya hemos dicho en otra parte cuan nefasta es, a nuestra parecer, la expansión de esas teorías diversas que han visto la luz desde hace menos de un siglo, y que se pueden designar, de una manera general, bajo el nombre de «neoespiritualismo». Ciertamente, en nuestra época hay muchas otras «contraverdades» que es bueno combatir igualmente; pero éstas tienen un carácter muy especial, que las hace más dañinas quizás, y en todo caso de una manera diferente, que aquellas que se presentan bajo una forma simplemente filosófica o científica. Todo eso, en efecto, es más o menos «pseudoreligión»; esta expresión, que hemos aplicado al teosofismo, podríamos aplicarla también al espiritismo; aunque este último proclame frecuentemente pretensiones científicas en razón del lado experimental en el que cree encontrar, no solo la base, sino la fuente misma de su doctrina, en el fondo no es más que una desviación del espíritu religioso, conforme a esta mentalidad «cientifista» que es la de muchos de nuestros contemporáneos. Además, entre todas las doctrinas «neoespiritualistas», el espiritismo es ciertamente la más extendida y la más popular, y eso se comprende sin esfuerzo, ya que es su forma más «simplista», diríamos de buena gana la más grosera; está al alcance de todas las inteligencias, por mediocres que sean, y los fenómenos sobre los que se apoya, o al menos los más ordinarios de entre ellos, pueden ser obtenidos también por no importa quién. Así pues, es el espiritismo el que hace el mayor número de víctimas, y sus desmanes se han acrecentado aún en estos últimos años, en proporciones inesperadas, por un efecto de la perturbación que los recientes acontecimientos han aportado a los espíritus. Cuando hablamos aquí de desmanes y de víctimas, no son simples metáforas: todas las cosas de ese género, y el espiritismo más todavía que las demás, tienen como resultado desequilibrar y trastornar irremediablemente a una multitud de infortunados que, si no las hubieran encontrado en su camino, habrían podido continuar viviendo una vida normal. Hay ahí un peligro que no podría tenerse por desdeñable, y que, en las circunstancias actuales sobre todo, es particularmente necesario y oportuno denunciar con insistencia; y estas consideraciones vienen a reforzar, para nos, la preocupación de orden más general, de salvaguardar los derechos de la verdad contra todas las formas del error.
Debemos agregar que nuestra intención no es quedarnos en una crítica puramente negativa; es menester que la crítica, justificada por las razones que acabamos de decir, nos sea una ocasión de exponer al mismo tiempo algunas verdades. Aunque, sobre muchos puntos, estaremos obligados a limitarnos a indicaciones bastante resumidas para permanecer en los límites que entendemos imponernos, por ello no pensamos menos que nos será posible hacer entrever así muchas cuestiones ignoradas, susceptibles de abrir nuevas vías de investigaciones a aquellos que sepan apreciar su alcance. Por lo demás, tenemos que prevenir que nuestro punto de vista es muy diferente, bajo muchos aspectos, del punto de vista de la mayoría de los autores que han hablado del espiritismo, tanto para combatirle como para defenderle; nos nos inspiramos siempre, ante todo, en datos de la metafísica pura, tal como las doctrinas orientales nos la han hecho conocer; estimamos que es solo así como se pueden refutar plenamente algunos errores, y no colocándose en su propio terreno. Así mismo, sabemos muy bien que, desde el punto de vista filosófico, e incluso desde el punto de vista científico, se puede discutir indefinidamente sin haber avanzado más por ello, y que prestarse a tales controversias, es frecuentemente hacer el juego al adversario, por poco que éste tenga alguna habilidad en hacer desviar la discusión.

Así pues, estamos más persuadidos que nadie de la necesidad de una dirección doctrinal de la que jamás debe uno apartarse, y que es la única que permite tocar ciertas cosas impunemente; y, por otra parte, como no queremos cerrar la puerta a ninguna posibilidad, y no elevarnos más que contra lo que sabemos que es falso, esta dirección no puede ser, para nosotros, más que de orden metafísico, en el sentido en que, como hemos dicho en otra parte, se debía entender esta palabra. No hay que decir que una obra como ésta no debe considerarse por eso como propiamente metafísica en todas sus partes; pero no tememos afirmar que, en su inspiración, hay más metafísica verdadera que en todo aquello a lo que los filósofos dan este nombre indebidamente. Y que nadie se escandalice de esta declaración: esta metafísica verdadera a la que hacemos alusión no tiene nada de común con las farragosas sutilezas de la filosofía, ni con todas las confusiones que ésta crea y mantiene por placer, y, además, el presente estudio, en su conjunto, no tendrá nada del rigor de una exposición exclusivamente doctrinal. Lo que queremos decir, es que somos guiados constantemente por principios que, para quienquiera que los ha comprendido, son de una absoluta certeza, y sin los cuales uno corre mucho riesgo de extraviarse en los tenebrosos laberintos del «mundo inferior», así como tantos exploradores temerarios, a pesar de todos sus títulos científicos o filosóficos, nos han dado ya el triste ejemplo de ello.

Todo eso no significa que despreciemos los esfuerzos de aquellos que se han colocado en puntos de vista diferentes del nuestro; bien al contrario, estimamos que todos esos puntos de vista, en la medida en que son legítimos y válidos, no pueden sino armonizarse y completarse. Pero hay distinciones que hacer y una jerarquía que observar: un punto de vista particular no vale más que en un cierto dominio, y es menester respetar los límites más allá de los cuales cesa de ser aplicable; es lo que olvidan demasiado frecuentemente los especialistas de las ciencias experimentales. Por otra parte, aquellos que se colocan en el punto de vista religioso tienen la inapreciable ventaja de una dirección doctrinal como ésta de la que hemos hablado, pero que, en razón de la forma que reviste, no es universalmente aceptable, y que, por lo demás, bastaría para impedirles perderse, pero no para proporcionarles soluciones adecuadas a todas las cuestiones. Sea como sea, en presencia de los acontecimientos actuales, estamos persuadidos de que nunca se hará suficiente para oponerse a ciertas actividades malhechoras, y de que todo esfuerzo que se cumpla en este sentido, provisto que esté bien dirigido, tendrá su utilidad, al estar quizás mejor adaptado que otro para incidir sobre tal o cual punto determinado; y para hablar un lenguaje que algunos comprenderán, diremos también que nunca habrá demasiada luz difundida para disipar todas las emanaciones del «Satélite sombrío».

PRIMERA PARTE: Distinciones y precisiones necesarias

CAPÍTULO I: DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO

Puesto que nos proponemos distinguir primero el espiritismo de diversas otras cosas que se confunden muy frecuentemente con él, y que sin embargo son muy diferentes de él, es indispensable comenzar por definirle con precisión. A primera vista, parece que se pueda decir esto: el espiritismo consiste esencialmente en admitir la posibilidad de comunicar con los muertos; es eso lo que le constituye propiamente, es decir, aquello sobre lo que todas las escuelas espiritistas están necesariamente de acuerdo, cualesquiera que sean sus divergencias teóricas sobre otros puntos más o menos importantes, puntos que consideran siempre como secundarios en relación a éste. Pero eso no es suficiente: el postulado fundamental del espiritismo, es que la comunicación con los muertos no es solo una posibilidad, sino un hecho; si se admite únicamente a título de posibilidad, no se es verdaderamente espiritista. Es cierto que, en este último caso, uno se impide así rechazar de una manera absoluta la doctrina de los espiritistas, lo que ya es grave; como tendremos que demostrarlo después, la comunicación con los muertos, tal como ellos la entienden, es una imposibilidad pura y simple, y solo así se pueden cortar todas sus pretensiones de una manera completa y definitiva. Fuera de esta actitud, no podría haber más que compromisos más o menos penosos, y, cuando uno se introduce en la vía de las concesiones y de los acomodos, es difícil saber dónde se detendrá. Tenemos la prueba de ello en lo que les ha ocurrido a algunos, teosofistas y ocultistas concretamente, que protestarían enérgicamente, y con razón por lo demás, si se les tratase de espiritistas, pero que, por razones diversas, han admitido que la comunicación con los muertos podría tener lugar realmente en casos más o menos raros y excepcionales. Reconocer eso, es en suma conceder a los espiritistas la verdad de su hipótesis; pero éstos no se contentan solo con eso, y lo que pretenden, es que esta comunicación se produce de una manera en cierto modo corriente, en todas sus sesiones, y no solo una vez de cada cien o de cada mil. Así pues, para los espiritistas, basta con colocarse en ciertas condiciones para que se establezca la comunicación, que no consideran así como un hecho extraordinario, sino como un hecho normal y habitual; y ésta es una precisión que conviene hacer entrar en la definición misma del espiritismo.

Hay todavía otra cosa: hasta aquí, hemos hablado de comunicación con los muertos de una manera muy vaga; pero, ahora, importa precisar que, para los espiritistas, esta comunicación se efectúa por medios materiales. Éste es un elemento completamente esencial para distinguir el espiritismo de algunas otras concepciones, en las que se admiten solo comunicaciones mentales, intuitivas, una suerte de inspiración; los espiritistas las admiten también, sin duda, pero no es a éstas a las que les conceden la mayor importancia. Discutiremos este punto más tarde, pero podemos decir de inmediato que la verdadera inspiración, que estamos muy lejos de negar, tiene en realidad una fuente completamente diferente; pero tales concepciones son ciertamente menos groseras que las concepciones propiamente espiritistas, y las objeciones a las que dan lugar son de un orden algo diferente. Lo que consideramos como propiamente espiritista, es la idea de que los «espíritus» actúen sobre la materia, que produzcan fenómenos físicos, como desplazamientos de objetos, golpes u otros ruidos variados, y así sucesivamente; aquí no mencionamos más que los ejemplos más simples y más comunes, que son también los más característicos. Por lo demás, conviene agregar que esta acción sobre la materia se supone que no se ejerce directamente, sino por la intermediación de un ser humano vivo, que posee facultades especiales, y que, en razón de este papel de intermediario, se llama «médium». Es difícil definir exactamente la naturaleza del poder «mediumnico» o «medianímico», y, sobre este punto, las opiniones varían; lo más ordinariamente parece que se le considera como de orden fisiológico, o, si se quiere, psicofisiológico. Hacemos observar desde ahora que la introducción de ese intermediario no suprime las dificultades: a primera vista, no parece que a un «espíritu» le sea más fácil actuar inmediatamente sobre el organismo de un ser vivo que sobre un cuerpo inanimado cualquiera; pero aquí intervienen consideraciones un poco más complejas.

Los «espíritus», a pesar del apelativo que se les da, no se consideran como seres puramente inmateriales; se pretende al contrario que están revestidos de una suerte de envoltura que, aunque demasiado sutil para ser percibida normalmente por los sentidos, por ello no es menos un organismo material, un verdadero cuerpo, y que se designa bajo el nombre más bien bárbaro de «periespíritu». Si ello es así, uno puede preguntarse por qué ese organismo no permite a los «espíritus» actuar directamente sobre no importa cuál materia, y por qué le es necesario recurrir a un médium; eso, a decir verdad, parece poco lógico; o bien, si el «periespíritu» es por sí mismo incapaz de actuar sobre la materia sensible, debe ser lo mismo para el elemento correspondiente que existe en el médium o en cualquier otro ser vivo, y entonces ese elemento no sirve para nada en la producción de los fenómenos que se trata de explicar. Naturalmente, nos contentamos con señalar de pasada esas dificultades, que incumbe a los espiritistas resolver si pueden; carecería de interés proseguir una discusión sobre esos puntos especiales, porque hay cosas mucho mejores que decir contra el espiritismo; y, en cuanto a nos, no es ésta la manera en que la cuestión debe plantearse. No obstante, creemos útil insistir un poco sobre la manera en que los espiritistas consideran generalmente la constitución del ser humano, y decir de inmediato, a fin de descartar todo equívoco, lo que reprochamos a esa concepción.

Los occidentales modernos tienen el hábito de concebir el compuesto humano bajo una forma tan simplificada y tan reducida como es posible, puesto que no le hacen consistir más que en dos elementos, de los cuales uno es el cuerpo, y al otro se le llama indiferentemente alma o espíritu; decimos los occidentales modernos, porque, ciertamente, esa teoría dualista no se ha implantado definitivamente sino después de Descartes. No podemos emprender hacer aquí una historia, siquiera sucinta, de la cuestión; solo diremos que, anteriormente, la idea que se hacían del alma y del cuerpo no conllevaba esta completa oposición de naturaleza que hace su unión verdaderamente inexplicable, y también que había, incluso en occidente, concepciones menos «simplistas», y más aproximadas a las de los orientales, para quienes el ser humano es un conjunto mucho más complejo. Con mayor razón se estaba muy lejos de pensar entonces en este último grado de simplificación que representan las teorías materialistas, más recientes todavía que todas las demás, y según las cuales el hombre ya no es ni siquiera un compuesto, puesto que se reduce a un elemento único, el cuerpo. Entre las antiguas concepciones a las que acabamos de hacer alusión, sin remontar a la Antigüedad, y yendo solo hasta la Edad Media, se encontrarían muchas que consideran en el hombre tres elementos, al distinguir el alma y el espíritu; por lo demás, hay una cierta fluctuación en el empleo de estos dos términos, pero, lo más frecuentemente, el alma es el elemento medio, el elemento al que corresponden en parte lo que algunos modernos han llamado el «principio vital», mientras que solo el espíritu es entonces el ser verdadero, permanente e imperecedero. Es esta concepción ternaria la que los ocultistas, o al menos la mayoría de entre ellos, han querido renovar, introduciendo en ella una terminología especial; pero no han comprendido su sentido verdadero, y le han quitado todo alcance por la manera fantasiosa en que se representan los elementos del ser humano: así, hacen del elemento medio un cuerpo, el «cuerpo astral», que recuerda singularmente al «periespíritu» de los espiritistas.

Todas las teorías de este género tienen el defecto de no ser en el fondo más que una suerte de transposición de las concepciones materialistas; este «neoespiritualismo» nos aparece más bien como una suerte de materialismo ensanchado, y este ensanche mismo es también algo ilusorio. Aquello a lo que estas teorías se acercan más, y donde es menester buscar probablemente su origen, son las concepciones «vitalistas», que reducen el elemento medio del compuesto humano a la función de «principio vital» solo, y que apenas parecen admitirle más que para explicar que el espíritu pueda mover el cuerpo, problema insoluble en la hipótesis cartesiana. El vitalismo, porque plantea mal la cuestión, y porque, al no ser en suma más que una teoría de fisiologistas, se coloca en un punto de vista muy especial, da pie a una objeción de lo más simple: o se admite, como Descartes, que la naturaleza del espíritu y la del cuerpo no tienen el menor punto de contacto, y entonces no es posible que haya entre ellos un intermediario o un término medio; o se admite al contrario, como los antiguos, que tienen una cierta afinidad de naturaleza, y entonces el intermediario deviene inútil, ya que esta afinidad basta para explicar que uno pueda actuar sobre el otro. Esta objeción vale contra el vitalismo, y también contra las concepciones «neoespiritualistas» en tanto que proceden de él y en tanto que adoptan su punto de vista; pero, entiéndase bien, no puede nada contra las concepciones que consideran las cosas bajo relaciones completamente diferentes, que son muy anteriores al dualismo cartesiano, y por consiguiente enteramente extrañas a las preocupaciones que éste ha creado, y que miran al hombre como un ser complejo para responder tan exactamente como es posible a la realidad, y no para aportar una solución hipotética a un problema artificial. Por lo demás, desde diversos puntos de vista, se pueden establecer en el ser humano un número más o menos grande de divisiones y de subdivisiones, sin que semejantes concepciones dejen por eso de ser conciliables; lo esencial es que no se divida a este ser humano en dos mitades que parezcan no tener ninguna relación entre ellas, y que no se busque tampoco reunir después estas dos mitades por un tercer término cuya naturaleza, en esas condiciones, no es ni siquiera concebible.

Podemos ahora volver a la concepción espiritista, que es ternaria, puesto que distingue el espíritu, el «periespíritu» y el cuerpo; en un sentido, puede parecer superior a la de los filósofos modernos, puesto que admite un elemento más, pero esta superioridad no es más que aparente, porque la manera en que se considera este elemento no corresponde a la realidad. Volveremos sobre esto después, pero hay otro punto sobre el que, sin poder tratarle completamente por el momento, tenemos que llamar la atención desde ahora, y ese punto es éste: si la teoría espiritista es ya muy inexacta en lo que concierne a la constitución del hombre durante la vida, es enteramente falsa cuando se trata del estado de este mismo hombre después de la muerte. Tocamos aquí el fondo mismo de la cuestión, que entendemos reservar para más tarde; pero, en dos palabras, podemos decir que el error consiste sobre todo en esto: según el espiritismo, no habría cambiado nada por la muerte, si no es que el cuerpo ha desaparecido, o más bien que ha sido separado de los otros dos elementos, que permanecen unidos uno al otro como precedentemente; en otros términos, el muerto no se diferenciaría del vivo sino en que tendría un elemento menos, el cuerpo. Se comprenderá sin esfuerzo que una tal concepción sea necesaria para que se pueda admitir la comunicación entre los muertos y los vivos, y también que la persistencia del «periespíritu», elemento material, sea no menos necesaria para que esta comunicación pueda tener lugar por medios igualmente materiales; entre estos diversos puntos de la teoría, hay un cierto encadenamiento; pero lo que se comprende mucho menos bien, es que la presencia de un médium constituya, a los ojos de los espiritistas, una condición indispensable para la producción de los fenómenos. Lo repetimos, una vez admitida la hipótesis espiritista, no vemos por qué un «espíritu» actuaría diferentemente por medio de un «periespíritu» extraño que por medio del suyo propio; o bien, si la muerte modifica el «periespíritu» quitándole ciertas posibilidades de acción, la comunicación aparece entonces bien comprometida. Sea como sea, los espiritistas insisten tanto sobre el papel del médium y le dan tanta importancia, que puede decirse sin exageración que hacen de él uno de los puntos fundamentales de su doctrina.

Nos no contestamos de ninguna manera la realidad de las facultades dichas «mediumnicas», y nuestra crítica no recae más que sobre la interpretación que dan de ellas los espiritistas; por lo demás, experimentadores que no son espiritistas no ven ningún inconveniente en emplear la palabra «mediumnidad», simplemente para hacerse comprender conformándose con ello al hábito recibido, y aunque esta palabra ya no tenga entonces su razón de ser primitiva; así pues, nosotros continuaremos haciendo lo mismo. Por otra parte, cuando decimos que no comprendemos bien el papel atribuido al médium, queremos decir que es colocándonos en el punto de vista de los espiritistas como no lo comprendemos, al menos fuera de algunos casos determinados: sin duda, si un «espíritu» quiere llevar a cabo tales acciones particulares, si quiere hablar por ejemplo, no podrá hacerlo más que apoderándose de los órganos de un hombre vivo; pero ya no es la misma cosa cuando el médium no hace sino prestar al «espíritu» una cierta fuerza más o menos difícil de definir, y a la cual se han dado denominaciones variadas: fuerza neúrica, ódica, ecténica y muchas otras todavía. Para escapar a las objeciones que hemos planteado precedentemente, es menester admitir que esta fuerza no forma parte integrante del «periespíritu», y que, al no existir más que en el ser vivo, es más bien de naturaleza fisiológica; nos no contradecimos esto, pero el «periespíritu», si hay «periespíritu», debe servirse de esta fuerza para actuar sobre la materia sensible, y entonces uno puede preguntarse cuál es su utilidad propia, sin contar con que la introducción de este nuevo intermediario está lejos de simplificar la cuestión. Finalmente, parece que sea menester, o distinguir esencialmente el «periespíritu» y la fuerza neúrica, o negar pura y simplemente el primero para no conservar más que la segunda, o renunciar a toda explicación inteligible. Además, si la fuerza neúrica basta para dar cuenta de todo, lo que concuerda mejor que toda otra suposición con la teoría mediumnica, la existencia del «periespíritu» ya no aparece sino como una hipótesis enteramente gratuita; pero ningún espiritista aceptará esta conclusión, tanto más cuanto que, a falta de toda otra consideración, hace ya bien dudosa la intervención de los muertos en los fenómenos, que parece posible explicar más simplemente por algunas propiedades más o menos excepcionales del ser vivo. Por lo demás, al decir de los espiritistas, estas propiedades no tienen nada de anormal: existen en todo ser humano, al menos en el estado latente; lo que es raro, es que alcancen un grado suficiente como para producir fenómenos evidentes, y los médiums propiamente dichos son los individuos que se encuentran en este último caso, ya sea que sus facultades se hayan desarrollado espontáneamente o por el efecto de un entrenamiento especial; por lo demás, esta rareza no es sino relativa.

Ahora, hay todavía un último punto sobre el que juzgamos útil insistir: cuando se habla de «comunicar con los muertos», se emplea una expresión cuya ambigüedad muchas gentes, comenzando por los espiritistas mismos, ni siquiera sospechan; si se entra realmente en comunicación con algo, ¿cuál es exactamente su naturaleza? Para los espiritistas, la respuesta es extremadamente simple: eso con lo que se comunica, es lo que ellos llaman impropiamente «espíritus»; decimos impropiamente a causa de la presencia supuesta del «periespíritu»; un tal «espíritu» es idénticamente el mismo individuo humano que ha vivido anteriormente sobre la tierra, y, salvo que ahora está «desencarnado», es decir, despojado de su cuerpo visible y tangible, ha permanecido absolutamente tal cual era durante su vida terrestre, o más bien es tal como sería si esta vida hubiera continuado hasta ahora; en una palabra, es el hombre verdadero el que «sobrevive» y el que se manifiesta en los fenómenos del espiritismo. Pero sorprenderíamos mucho a los espiritistas, y sin duda también a la mayoría de sus adversarios, al decir que la simplicidad misma de esta respuesta nada tiene de satisfactoria; en cuanto a aquellos que hayan comprendido lo que ya hemos dicho a propósito de la constitución del ser humano y de su complejidad, comprenderán también la correlación que existe entre las dos cuestiones. La pretensión de comunicar con los muertos en el sentido que acabamos de decir es algo muy nuevo, y es uno de los elementos que dan al espiritismo un carácter específicamente moderno; antiguamente, si ocurría que se hablaba también de comunicar con los muertos, era de una manera completamente diferente como se entendía; sabemos bien que eso parecerá muy extraordinario a la gran mayoría de nuestros contemporáneos, pero no obstante es así. Explicaremos esta afirmación después, pero hemos tenido que formularla antes de ir más lejos, en primer lugar porque, sin eso, la definición del espiritismo permanecería vaga, imprecisa e incompleta, aún mucho más de lo que algunos podrían apercibirse, y después porque es sobre todo la ignorancia de esta cuestión la que hace tomar al espiritismo por otra cosa que la doctrina de invención completamente reciente que es en realidad.

CAPÍTULO II: LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO

El espiritismo data exactamente de 1848; importa precisar esta fecha, porque diversas particularidades de las teorías espiritistas reflejan la mentalidad especial de su época de origen, y porque es en los periodos agitados y perturbados, como lo fue éste, donde las cosas de este género, gracias al desequilibrio de los espíritus, nacen y se desarrollan de preferencia. Las circunstancias que rodearon los comienzos del espiritismo son lo bastante conocidas y ya se han contando muchas veces; así pues, nos bastará con recodarlas brevemente, insistiendo solo sobre los puntos más particularmente instructivos, y que son quizás los que se han subrayado menos.

Como muchos otros movimientos análogos, se sabe que es en América donde el espiritismo tuvo su punto de partida: los primeros fenómenos se produjeron en diciembre de 1847 en Hydesville, en el Estado de New York, en una casa donde acababa de instalarse la familia Fox, que era de origen alemán, y cuyo nombre era primitivamente Voss. Si mencionamos este origen alemán, es porque, si un día se quieren establecer completamente las causas reales del movimiento espiritista, no deberá descuidarse dirigir algunas investigaciones del lado de Alemania; luego diremos por qué. Por lo demás, parece que la familia Fox no haya jugado en el asunto, al comienzo al menos, más que una función completamente involuntaria, y que, incluso después, sus miembros no hayan sido más que instrumentos pasivos de una fuerza cualquiera, como lo son todos los médiums. Sea como sea, los fenómenos en cuestión, que consistían en ruidos diversos y en desplazamientos de objetos, no tenían en suma nada de nuevo ni de inusitado; eran semejantes a los que se han observado siempre en lo que se llaman las casas «encantadas»; lo que hubo allí de nuevo, es el partido que se sacó de ello ulteriormente. Al cabo de algunos meses, se tuvo la idea de hacer al golpeador misterioso algunas preguntas a las que respondió correctamente; al comienzo solo se le preguntaban números, que él indicaba por series de golpes regulares; fue un cuáquero llamado Issac Post quien tuvo la idea de numerar las letras del alfabeto latino invitando al «espíritu» a designar por un golpe las que componían las palabras que quería hacer escuchar, y quien inventó así el medio de comunicación que se llamó spiritual telegraph. El «espíritu» declaró que era un cierto Charles B. Rosna, buhonero en vida, que había sido asesinado en esa casa y enterrado en la bodega, donde se encontraron efectivamente algunos restos de osamentas. Por otra parte, se observó que los fenómenos se producían sobre todo en presencia de las señoritas Fox, y es de ahí de donde resultó el descubrimiento de la mediumnidad; entre los visitantes que acudieron cada vez más numerosos, los hubo que, con razón o sin ella, creyeron constatar que estaban dotados del mismo poder. Desde entonces, el moderm spiritualism, como se le llamo primero, estaba fundado; su primera denominación era en suma la más exacta, pero, sin duda para abreviar, en los países anglosajones, se ha llegado a emplear lo más frecuentemente la palabra de spiritualism sin epíteto; en cuanto al nombre de «espiritismo» es en Francia donde se inventó un poco más tarde.

Pronto se constituyeron reuniones o spiritual circles, donde se revelaron nuevos médiums en gran número; según las «comunicaciones» o «mensajes» que se recibieron en ellas, este movimiento espiritista, que tenía como meta el establecimiento de relaciones regulares entre los habitantes de los dos mundos, había sido preparado por «espíritus» científicos y filosóficos que, durante su existencia terrestre, se habían ocupado especialmente de investigaciones sobre la electricidad y sobre otros diversos fluidos imponderables. A la cabeza de los dichos «espíritus» se encontraba Benjamin Franklin, que se pretende que dio frecuentemente indicaciones sobre la manera de desarrollar y de perfeccionar las vías de comunicación entre los vivos y los muertos. En efecto, desde los primeros tiempos se las ingeniaron para encontrar, con el concurso de los «espíritus», medios más cómodos y más rápidos: de ahí las mesas giratorias y golpeantes, los cuadrantes alfabéticos, los lápices atados a canastas o a planchas móviles, y otros instrumentos análogos. El empleo del nombre de Benjamin Franklin, además de que era bastante natural en el medio americano, es bien característico de algunas tendencias que debían afirmarse en el espiritismo; ciertamente, él no intervino para nada en este asunto, pero los adherentes del nuevo movimiento no podían hacer verdaderamente nada mejor que colocarse bajo el patronazgo de este «moralista» de la más increíble vulgaridad. Y, sobre este punto, conviene hacer otra reflexión: los espiritistas han conservado algo de algunas teorías que tuvieron curso hacia fines del siglo XVIII, época en que se tenía la manía de hablar de «fluidos» a propósito de todo; la hipótesis del «fluido eléctrico», hoy día abandonada desde hace mucho tiempo, sirvió de tipo a muchas otras concepciones, y el «fluido» de los espiritistas se parece tanto al de los magnetizadores, que el mesmerismo, aunque está muy alejado del espiritismo, puede considerarse en un sentido como uno de sus precursores y como habiendo contribuido en una cierta medida a preparar su aparición.

La familia Fox, que se consideraba ahora como especialmente encargada de la misión de difundir el conocimiento de los fenómenos «espiritualistas», fue expulsada de la iglesia episcopal metodista a la que pertenecía. Después, fue a establecerse a Rochester, donde los fenómenos continuaron, y donde al comienzo estuvo expuesta a la hostilidad de una gran parte de la población; hubo incluso un verdadero tumulto en el que estuvo a punto de ser masacrada, y no debió su salvación más que a la intervención de un cuáquero llamado George Willets. Es la segunda vez que vemos a un cuáquero desempeñar un papel en esta historia, y eso se explica sin duda por algunas afinidades que esta secta presenta incontestablemente con el espiritismo: no hacemos alusión solo a las tendencias «humanitarias», sino también a la extraña «inspiración» que se manifiesta en las asambleas de los cuáqueros, y que se anuncia por el temblor al que deben su nombre; hay algo ahí que se parece singularmente a ciertos fenómenos mediumnicos, aunque la interpretación difiera naturalmente. En todo caso, se concibe que la existencia de una secta como la de los cuáqueros haya podido contribuir a hacer aceptar las primeras manifestaciones «espiritualistas» ; quizás hubo también, en el siglo XVIII, una relación análoga entre las hazañas de los convulsionarios jansenistas y el éxito del «magnetismo animal» .
Lo esencial de lo que precede está tomado del relato de un autor americano, relato que todos los demás se han contentado después con reproducir más o menos fielmente; ahora bien, es curioso que este autor, que se ha hecho el historiador de los comienzos del modern spiritualism , sea Mme Emma Hardinge-Britten, que era miembro de la sociedad secreta designada por las iniciales «H. B. of L.» (Hermetic Brotherhood of Luxor), de la que ya hemos hablado en otra parte a propósito de los orígenes de la Sociedad Teosófica. Decimos que ese hecho es curioso, porque la H. B. of L., aunque se oponía claramente a las teorías del espiritismo, por ello no pretendía menos haber estado mezclada de una manera muy directa en la producción de este movimiento. En efecto, según las enseñanzas de la H. B. of L., los primeros fenómenos «espiritualistas» no habrían sido provocados por los «espíritus» de los muertos, sino más bien por hombres vivos que actuaban a distancia, por medios conocidos solo por algunos iniciados; y esos iniciados habrían sido, precisamente, los miembros del «círculo interior» de la H. B. of L. Desafortunadamente, es difícil remontar, en la historia de esta asociación, más allá de 1870, es decir, del año mismo en que Mme Hardinge-Britten publicó el libro de que acabamos de hablar (libro en el que, bien entendido, no se hace ninguna alusión a lo que estamos tratando ahora); algunos han creído poder decir también que, a pesar de sus pretensiones a una gran antigüedad, apenas databa de aquella época. Pero, incluso si eso fuera verdad, no lo sería más que para la forma que la H. B. of L. había revestido en último lugar; en todo caso, ésta había recibido la herencia de diversas otras organizaciones que, ellas sí, existían muy ciertamente antes de mediado el siglo XIX, como la «fraternidad de Eulis», que estaba dirigida, al menos exteriormente, por Pascal Beverly Randolph, personaje muy enigmático que murió en 1875. En el fondo, poco importan el nombre y la forma de la organización que haya intervenido efectivamente en los acontecimientos que acabamos de recordar; y debemos decir que la tesis de la H. B. of L., en sí misma e independientemente de esas contingencias, nos aparece al menos como muy plausible; vamos a intentar explicar las razones de ello.

A este efecto, no nos parece inoportuno formular algunas observaciones generales sobre las «casas encantadas», o sobre lo que algunos han propuesto llamar «lugares fatídicos»; los hechos de ese género están lejos de ser raros, y han sido conocidos siempre; se encuentran ejemplos de ello tanto en la Antigüedad como en la Edad Media y en los tiempos modernos, como lo prueba concretamente lo que se cuenta en una carta de Plinio el Joven. Ahora bien, los fenómenos que se producen en parecido caso ofrecen una constancia completamente destacable; pueden ser más o menos intensos, más o menos complejos, pero tienen ciertos rasgos característicos que se encuentran siempre y por todas partes; por otra parte, el hecho de Hydesville no debe contarse ciertamente entre los más destacables, ya que no se constatan en él más que los más elementales de esos fenómenos. Conviene distinguir al menos dos casos principales: en el primero, que sería el de Hydesville si lo que hemos contado es bien exacto, se trata de un lugar donde alguien ha perecido de muerte violenta, y donde, además, el cuerpo de la víctima ha permanecido oculto. Si indicamos la reunión de estas dos condiciones, es porque, para los antiguos, la producción de los fenómenos estaba ligada al hecho de que la víctima no hubiera recibido la sepultura regular, acompañada de algunos ritos, y porque es solo cumpliendo estos ritos, después de haber encontrado el cuerpo, como se los podía hacer cesar; es lo que se ve en el relato de Plinio el Joven, y hay ahí algo que merecería retener la atención. A propósito de esto, sería muy importante determinar exactamente lo que eran los «manes» para los antiguos, y también lo que éstos entendían por diversos otros términos que no eran de ningún modo sinónimos, aunque los modernos ya no saben apenas hacer su distinción; las investigaciones de este orden podrían esclarecer de una manera bien inesperada la cuestión de las evocaciones, sobre la que volveremos más adelante. En el segundo caso, ya no se trata de manifestaciones de un muerto, o más bien, para permanecer en la vaguedad que conviene aquí hasta nueva orden, de algo que proviene de un muerto; se trata al contrario del hecho de la acción de un hombre vivo: hay, en los tiempos modernos, ejemplos típicos, que han sido cuidadosamente constatados en todos sus detalles, y el que se cita más frecuentemente, que ha devenido en cierto modo clásico, está constituido por los hechos que se produjeron en el presbiterio de Cideville, en Normandía, de 1849 a 1851, es decir, muy poco tiempo después de los acontecimientos de Hydesville, y cuando éstos eran todavía casi desconocidos en Francia . Digámoslo claramente, son hechos de brujería bien caracterizados, que no pueden interesar en nada a los espiritistas, salvo en que parecen proporcionar una confirmación a la teoría de la mediumnidad entendida en un sentido bastante amplio: es menester que el brujo que quiere vengarse de los habitantes de una casa llegue a tocar a uno de ellos que devendrá desde entonces su instrumento inconsciente e involuntario, y que servirá por así decir de «soporte» a una acción que, en adelante, podrá ejercerse a distancia, pero solo cuando ese «sujeto» pasivo esté presente. No es un médium en el sentido en que lo entienden los espiritistas, puesto que la acción de la que es el medio no tiene el mismo origen, pero es algo análogo, y se puede suponer al menos, sin precisar más, que en ambos casos son fuerzas del mismo orden las que se ponen en juego; es lo que pretenden los ocultistas modernos que han estudiado estos hechos, y que, es menester decirlo, han sido influenciados todos más o menos por la teoría espiritista. En efecto, desde que el espiritismo existe, cuando una «casa encantada» se señala en alguna parte, en virtud de una idea preconcebida, se comienza por buscar el médium, y, con un poco de buena voluntad, se llega siempre a descubrir uno, o varios incluso; no queremos decir que siempre se esté equivocado; pero ha habido también ejemplos de lugares enteramente desiertos, de casas abandonadas, donde se producían fenómenos de obsesión en ausencia de todo ser humano, y no puede pretenderse que testigos accidentales, que frecuentemente no los observaron sino de lejos, hayan jugado en ellos la función de médiums. Es poco verosímil que las leyes según las cuales operan ciertas fuerzas, cualesquiera que sean, hayan sido cambiadas; así pues, mantendremos, contra los ocultistas, que la presencia de un médium no es siempre una condición necesaria, y que, aquí como en otras partes, es menester desconfiar de los prejuicios que arriesgan falsear el resultado de una observación. Añadiremos que la obsesión sin médium pertenece al primero de los dos casos que hemos distinguido: un brujo no tendría ninguna razón para apartarse a un lugar deshabitado, y, por lo demás, puede que tuviera necesidad, para actuar, de condiciones que no son requeridas para fenómenos que se producen espontáneamente, aunque esos fenómenos presenten apariencias casi similares por una y otra parte. En el primer caso, que es la verdadera obsesión, la producción de los fenómenos está vinculada al lugar mismo que ha sido el escenario de un crimen o de un accidente, y en donde ciertas fuerzas se encuentran condensadas de una manera permanente; así pues, es en ese lugar donde los observadores deberían poner entonces su atención principalmente; ahora bien, el hecho de que la acción de las fuerzas en cuestión sea intensificada a veces por la presencia de personas dotadas de algunas propiedades, eso nada tiene de imposible, y es quizás así como las cosas han pasado en Hydesville, admitiendo siempre que los hechos se hayan contado exactamente, lo que, por lo demás, no tenemos ninguna razón especial para ponerlo en duda.

En el caso que parece explicable por «algo» que no hemos definido, que proviene de un muerto, pero que no es ciertamente su espíritu, si por espíritu se entiende la parte superior del ser, ¿debe esta explicación excluir toda posibilidad de intervención de hombres vivos? No lo creemos necesariamente, y no vemos por qué una fuerza preexistente no podría ser dirigida y utilizada por ciertos hombres que conozcan sus leyes; parece más bien que eso deba ser relativamente más fácil que actuar allí donde ninguna fuerza de ese género existía anteriormente, lo que, no obstante, hace un simple brujo. Naturalmente, debe suponerse que los «adeptos», para emplear un término rosicruciano cuyo uso ha devenido bastante corriente, o iniciados de un rango elevado, tienen medios de acción superiores a los de los brujos, y por lo demás muy diferentes, no menos diferentes que la meta que se proponen; bajo esta última relación, sería menester precisar también que puede haber iniciados de muchos tipos, pero, por el momento, consideraremos la cosa de una manera completamente general. En el extraño discurso que pronunció en 1898 ante una asamblea de espiritistas, y que hemos citado largamente en nuestra historia del teosofismo , Mme Annie Besant pretendió que «adeptos», que habían provocado el movimiento «espiritualista», se habían servido de las «almas de los muertos»; como se proponía intentar un aproximamiento con los espiritistas, pareció tomar, con más o menos sinceridad, esta expresión de «almas de los muertos» en el sentido que los espiritistas le dan; pero en nuestro caso, que no tenemos ningún trasfondo «político», podemos entenderlo de manera muy diferente, es decir, como designando simplemente ese «algo» de que venimos hablando. Nos parece que esta interpretación concuerda mucho mejor que toda otra con la tesis de la H. B. of L.; ciertamente, no es eso lo que más nos importa, pero esta constatación nos da que pensar que los miembros de la organización de que se trata, o al menos sus dirigentes, sabían verdaderamente a qué atenerse sobre la cuestión; en todo caso, lo sabían ciertamente mejor que Mme Besant, cuya tesis, a pesar del correctivo que aportaba en ella, no era mucho más aceptable para los espiritistas.

Por lo demás, creemos que, en la circunstancia, es exagerado querer hacer intervenir a «adeptos» en el sentido estricto de esta palabra; pero repetimos que puede ser que iniciados, cualesquiera que sean, hayan provocado los fenómenos de Hydesville, sirviéndose para ello de las condiciones favorables que allí encontraron, o que, al menos, hayan impreso una cierta dirección determinada a esos fenómenos cuando ya habían comenzado a producirse. No afirmamos nada a este respecto, solo decimos que la cosa no tiene nada de imposible, sea lo que sea lo que algunos puedan pensar de ello; no obstante, agregaremos que hay todavía otra hipótesis que puede parecer más simple, lo que no quiere decir forzosamente que sea más verdadera: es que los agentes de la organización en causa, ya sea la H. B. of L. o cualquier otra, se hayan contentado con aprovechar lo que pasaba para crear el movimiento «espiritualista», actuando por una especie de sugestión sobre los habitantes y los visitantes de Hydesville.

Esta última hipótesis representa para nos un mínimo de intervención, y es menester aceptar al menos este mínimo, ya que sin eso, no habría ninguna razón plausible para que el hecho de Hydesville haya tenido consecuencias que jamás habían tenido los otros hechos análogos que se habían presentado anteriormente; si un tal hecho fuera, por sí mismo, la condición suficiente para el nacimiento del espiritismo, éste habría aparecido ciertamente en una época mucho más remota. Por lo demás, apenas sí creemos en los movimientos espontáneos, ya sean del orden político, o del orden religioso, o de ese dominio tan mal definido del que nos ocupamos al presente; es menester siempre un impulso, aunque las gentes que devienen después los jefes aparentes del movimiento puedan ignorar frecuentemente su proveniencia tanto como los demás; pero es muy difícil decir exactamente cómo han pasado las cosas en un caso de este género, ya que es evidente que ese lado de los acontecimientos no se encuentra consignado en ningún proceso verbal, y es por eso por lo que los historiadores que quieren apoyarse a toda costa únicamente en documentos escritos no los tienen en cuenta y prefieren negarlos pura y simplemente, cuando es quizás lo más esencial de todo. Estas últimas reflexiones tienen, en nuestro pensamiento, un alcance muy general; las dejaremos aquí para no lanzarnos a una disgresión demasiado larga, y volveremos sin más dilación a lo que concierne especialmente al origen del espiritismo.
Hemos dicho que había habido casos similares al de Hydesville, y más antiguos; el más semejante de todos, es el que ocurrió en 1762 en Dibbelsdorf, en Sajonia, donde el «espectro golpeador» respondió exactamente de la misma manera a las preguntas que se le hacían ; así pues, si no hubiera sido menester otra cosa, el espiritismo, habría podido nacer muy bien en esta circunstancia, tanto más cuanto que el acontecimiento fue bastante sonado como para atraer la atención de las autoridades y la de los expertos. Por otra parte, algunos años antes de los comienzos del espiritismo, el Dr. Kerner había publicado un libro sobre el caso de la «vidente de Prevorst», Mme Hauffe, alrededor de la cual se producían numerosos fenómenos del mismo orden; se observará que este caso, como el precedente, tuvo lugar en Alemania, y, aunque los haya habido también en Francia y en otras partes, ésta es una de las razones por las que hemos hecho observar el origen alemán de la familia Fox.

Es interesante, a este propósito, indicar otras aproximaciones: en la segunda mitad del siglo XVII, algunas ramas de la alta masonería alemana se ocuparon particularmente de evocaciones; la historia más conocida en ese dominio es la de Schroeper, que se suicidó en 1774. No era de espiritismo de lo que se trataba entonces, sino de magia, lo que es extremadamente diferente, como lo explicaremos después; pero por ello no es menos verdad que las prácticas de este género, si hubieran sido vulgarizadas, habrían podido determinar un movimiento tal como el espiritismo, a consecuencia de las ideas falsas que el gran público se habría hecho inevitablemente a su respecto. Hubo ciertamente también en Alemania, desde el comienzo del siglo XIX, otras sociedades secretas que no tenían el carácter masónico, y que se ocupaban igualmente de magia y de evocaciones, al mismo tiempo que de magnetismo; ahora bien, la H. B. of L., o aquella de la que tomó la sucesión, estuvo precisamente en relación con algunas de estas organizaciones. Sobre este último punto, se pueden encontrar indicaciones en una obra anónima titulada Ghostland , que fue publicada bajo los auspicios de la H. B. of L., y que algunos han creído incluso poder atribuirla a Mme Hardinge-Britten; por nuestra parte, no creemos que ésta haya sido realmente su autora, pero al menos es probable que se ocupara de editarla .

Pensamos que habría que dirigir por ese lado investigaciones cuyo resultado podría ser muy importante para disipar ciertas obscuridades; no obstante, si el movimiento espiritista no fue suscitado primero en Alemania, sino en América, es porque debía encontrar en esta última región un medio más favorable que en cualquier otra parte, como lo prueba por lo demás la prodigiosa eclosión de sectas y de escuelas «neoespiritualistas» que se han podido constatar allí desde ese entonces, y que continúa actualmente más que nunca.

Nos queda plantear aquí una última cuestión: ¿qué meta se proponían los inspiradores del modern spritualism en sus comienzos? Parece que el nombre mismo que se dio entonces a este movimiento lo indica de una manera bastante clara: se trataba de luchar contra la invasión del materialismo, que alcanzaba efectivamente en aquella época su mayor extensión, y al cual se quería oponer así una suerte de contrapie; y, al llamar la atención sobre fenómenos para los que el materialismo, al menos el materialismo ordinario, era incapaz de proporcionar una explicación satisfactoria, se le combatía en cierto modo sobre su propio terreno, lo que no podía tener razón de ser más que en la época moderna, ya que el materialismo propiamente dicho es de origen muy reciente, no menos que el estado de espíritu que acuerda a los fenómenos y a su observación una importancia casi exclusiva. Si la meta fue ciertamente la que acabamos de definir, y al referirnos a las afirmaciones de la H.B. of L., ahora es el momento de recordar lo que hemos dicho más atrás de pasada, a saber, que hay iniciados de tipos muy diferentes, y que, frecuentemente, pueden encontrarse en oposición entre ellos; así, entre las sociedades secretas alemanas a las que hemos hecho alusión, las hay que, al contrario, profesaban teorías absolutamente materialistas, aunque de un materialismo singularmente más extenso que el de la ciencia oficial. Entiéndase bien, cuando hablamos de iniciados como lo hacemos en este momento, no tomamos esta palabra en su acepción más elevada, sino que queremos designar simplemente a hombres que poseen ciertos conocimientos que no son del dominio público; por eso es por lo que hemos tenido cuidado de precisar que debía haber un error en suponer qué «adeptos» hayan podido estar interesados, al menos directamente, en la creación del movimiento espiritista. Esta precisión permite explicar que existan contradicciones y oposiciones entre escuelas diferentes; naturalmente no hablamos más que de escuelas que tienen conocimientos reales y serios, aunque de un orden relativamente inferior, y que no se parecen en nada a las múltiples formas del «neoespiritualismo»; estas últimas serían más bien sus contrahechuras. Ahora, otra cuestión se presenta todavía: si suscitar el espiritismo para luchar contra el materialismo, era en suma combatir un error con otro error, ¿por qué actuar así?

A decir verdad, puede ser que el movimiento se desviara prontamente al extenderse y al popularizarse, que escapara al control de sus inspiradores, y que el espiritismo tomara desde entonces un carácter que no respondía apenas a sus intenciones; cuando se quiere hacer obra de vulgarización, se deben esperar accidentes de este género, que son casi inevitables, ya que hay cosas que no pueden ponerse impunemente al alcance del primero que llega, y esta vulgarización corre el riesgo de tener consecuencias que es casi imposible prever; y, en el caso que nos ocupa, si los promotores habían previsto estas consecuencias en una cierta medida, pudieron haber pensado, con razón o sin ella, que se trataba de un mal menor en comparación con el que se trataba de impedir. En cuanto a nos, no creemos que el espiritismo sea menos pernicioso que el materialismo, aunque sus peligros sean enteramente diferentes; pero otros pueden juzgar las cosas de otro modo, y estimar también que la coexistencia de dos errores opuestos, que se limitan por así decir uno al otro, sea preferible a la libre expansión de uno solo de esos errores. Puede ser incluso que muchas corrientes de ideas, tan divergentes como es posible, hayan tenido un origen análogo, y que hayan sido destinadas a servir a una suerte de juego de equilibrio que caracterice a una política muy especial; en este orden de cosas, se estaría en un gran error al atenerse a las apariencias exteriores. Finalmente, si una acción pública de alguna extensión no puede operarse más que en detrimento de la verdad, hay algunos que toman bastante fácilmente su partido, demasiado fácilmente quizás; ya se conoce el adagio: vulgus vult decipí, que algunos completan así: ergo decipiatur; y en eso hay también un rasgo, más frecuente de lo que se creería, de esta política a la que hacemos alusión. Uno puede guardar así la verdad para sí mismo y difundir al mismo tiempo errores que uno sabe que son tales, pero que se juzgan oportunos; agregaremos que puede haber también una actitud completamente diferente, que consiste en decir la verdad para aquellos que son capaces de comprenderla, sin preocuparse demasiado de los demás; estas actitudes contrarias tienen quizás su justificación las dos, según los casos, y es probable que solo la primera permita una acción muy general; pero ese es un resultado en el que no todos se interesan igualmente, y la segunda actitud responde a preocupaciones de un orden más puramente intelectual. Sea como sea, nos no apreciamos, nos solo expresamos, a título de posibilidades, las conclusiones a las que conducen algunas deducciones que no podemos pensar en exponer enteramente aquí; eso nos llevaría demasiado lejos, y el espiritismo no aparecería ahí más que como un incidente enteramente secundario. Por lo demás, no tenemos la pretensión de resolver completamente todas las cuestiones que hemos sido llevados a plantear; no obstante, podemos afirmar que, sobre el tema que hemos tratado en este capítulo, hemos dicho ciertamente mucho más de lo que jamás se había dicho hasta aquí.